los últimos años el día del Pilar había rendido en taquilla de modo muy discreto con carteles de todo tipo. Más flojos o con más lustre, no se llegaba a los tres cuartos del aforo.

No así ayer, bien es verdad que siendo viernes, comienzo de un puente largo y con una temperatura muy agradable, al reclamo de Enrique Ponce y con la inercia del éxito de Diego Urdiales en Madrid, la cosa se encarriló de otro modo.

El ambiente se hizo irrespirable hasta que en el quinto toro la cubierta de teflón se contrajo. Una medida gratuita de inaceptable maltrato al cliente que no tiene sentido.

Nada más concluir el paseillo se detuvo la comitiva y arrancó la banda de música con el himno nacional. El público, a su conclusión, le dedicó una salva de aplausos de lujo. Esa ovación se encadenó, dedicándosela, a un grupo de aficionados que exhibieron un cartel que afirmaba que Cataluña es taurina.

Y salió el primero de una colección de toros estrafalarios, muy despegados del suelo, alguno hecho cuesta arriba y que, adornados con encornaduras más desarrolladas no hubiera desentonado en las calles de Levante.

Cuatro de ellos fueron cinqueños y todos muy flojos de remos. Cuesta asimilar que una corrida de 600 kilos y con esa edad apenas moviera el caballo de picar ni dos metros. Ese fue su poder y su empuje.

Quizá algún día haya que cambiar el rótulo de plaza de toros por el de plaza de toreros. Esto está así. Zaragoza ya no tiene identidad porque los públicos son ocasionales, rotatorios y con dispares criterios. Muy rígidos con la primera parte de la feria y condescendientes hasta el babeo con las llamadas figuras.

Ponce, al rescate

El festejo --dos horas y media-- tuvo un ritmo lentísimo. Ponce, ese jovencito con solo 28 años de alternativa fue incombustible. Y visto lo de ayer, puede estar hasta que quiera.

A su primero, con el hierro de La Ventana del Puerto, ese toro medio que no termina de romper a extraordinario pero tampoco canta la gallina, le aplicó la doctrina de siempre: sobar y sobar, muleta a la cara, temple y cero enganchones. Primero a media altura para ir bajándole la mano hasta hipnotizarlo. Y ligazón, esa prodigiosa ligazón.

Antonio Placer le negó el trofeo a cambio de una bronca de órdago. Pareja a la soportada de nuevo tras negarle la segunda al fin de la lidia del cuarto, un manso huidizo siempre viajando hacia las maderas al que Ponce no le discutió terrenos.

Allí donde quiso el toro le dio fiesta y grande número de muletazos de todas las marcas.

Mientras, Miguel Ángel Perera, con tres toros lidiados en la feria hasta entonces --su primero fue de tente mientras cobro, perdiendo las manos constantemente-- sin resultados positivos salió espoleado para no irse de vacío.

Recibió al quinto cambiando por la espalda en el platillo para encadenar después dos series magníficas por la derecha antes de que todo se diluyera yendo a menos. Cayó la oreja. ¡Sorpresa!

Mientras, Diego Urdiales, todavía en la nube de su éxito de Madrid, se olvidó de bajar a la Tierra y, salpicando con gotitas de torería algunos pasajes de su actuación, se olvidó de meterse de verdad con sus dos toros.