El tercer festejo de abono de la feria del Pilar celebrado ayer tuvo dos nombres propios: el novillero castellonense Jonathan Blázquez Varea y Quejoso, número 42, nacido en enero del 2011, de 501 kilos y perteneciente a la ganadería aragonesa de Los Maños.

La plaza era un auténtico clamor, una locura colectiva cuando Varea estaba pasando de muleta a ese tercer utrero. Su faena estaba embalada, el público entregado y el novillo siguiendo el engaño a favor de obra, empujado por los aplaudidores y también por los cabales.

Había acudido al caballo en dos ocasiones, la segunda de ellas desde una distancia estimable. En banderillas fue pronto y alegre posibilitando una gran tercio de Alfonso Carrasco y Diego Valladar. Se desmonteraron.

El trasteo se argumentó desde los parámetros del temple, la suavidad en los toques, un extraordinario ritmo acompasado en perfecta unión entre toro y torero.

El de Almazora nunca le pidió al novillo lo que no podía dar pero siempre llevó la batuta. Lo cosió a la muleta tirando de distancia y velocidad, esa tela colorada siempre a escasos centímetros como reclamo inalcanzable.

A pesar de la extensión de la faena, el público dictó implacable su veredicto: indulto. Y la presidencia, explorando los límites de la trascedencia de la decisión, accedió, posibilitando una efemérides gozosa.

El encierro que los Marcuello trajeron desde Luesia tras varias temporadas sin acudir a La Misericordia tuvo presencia y seriedad. Pidió siempre terrenos de fuera, llegó al último tercio con la boca cerrada, cumplió en varas y constató, en definitiva, un gran salto tanto de calidad como en fortaleza física. Chapó.

Aunque hubo disparidad de hechuras y comportamientos, el tono global fue de mantener un interés creciente o, al menos, sostenido. Si el quinto salió escarbador y hocicante, estrecho de carnes, arrejuntada su cuerna, el sexto tuvo un son superior aunque durara menos aún en manos de ese mago del temple que ayer se reveló Varea.

Por si fuera poco, también acertó con la espada de modo muy efectivo aunque el acero quedara desprendido. La oreja constató su arrolladora actuación fundiendo a negro la presencia de los otros dos novilleros.

Un desafortunado Cuartero, sin opciones en uno y por debajo de sus expectativas en el otro, pasó como de puntillas. Sufrió una voltereta sin consecuencias en el primero de la tarde.

Ese huracán que ayer fue Varea apenas dió opción a un David de Miranda que sobó y sobó hasta conseguir meter en la muleta a un segundo novillo con clase aunque con tendencia a no finalizar el muletazo por rebañón.

Las series tuvieron que ser breves, de no más de tres naturales y el remate y perfiladas básicamente en el toreo fundamental, sin florituras. Dio la sensación de que quedaban opciones por explorar y que el torero se conformaba con el aprobado, a un paso de la frontera con la ambición.

En quinto lugar bregó con un novillo totalmente distinto al resto. Berrendo de pinta y de hechuras más escurridas tuvo el defecto de escarbar en demasía, llevar la cara alta y esperar siempre al torero. Siempre a verlas venir. Con lo que eso mosquea.

Con todo y eso, al final llegó a aceptar la faena en el mismo centro geométrico del ruedo, donde se desarrolló la pelea hasta que David de Miranda lo despachó de media estocada.

Cuando la noche se había adueñado de la plaza, el patio de cuadrillas bullía en torno a Pepe Marcuello, un ganadero feliz, un aragonés que sabe hacer las cosas tan bien o mejor que los de fuera. Pero que, ante todo, está persuadido de que cuando se anuncia en Zaragoza ha de presentarse con la dignidad de un producto a la altura de un coso de relevancia.

Chusca coincidencia (más bien incongruencia) que su magnífico triunfo, el de un aragonés, tuviera lugar a escasas horas de la jornada conmemorativa de hoy, cuando se festeja el 250 aniversario de la inauguración de la plaza y no hay rastro de los de casa en el cartel. Como si no hubiera cabido un torero de la tierra en esa terna. Digo.