La corrida de toros que ayer abrió la Feria del Pilar estuvo marcada de principo a fin por el hierro de la A coronada. El distintivo del marqués de Albaserrada con el que Victorino Martín --ese todo en el que coexisten padre e hijo indisolublemente-- marca sus reses, sobrevoló la tarde de tal manera que hizo honor al escenario en el que se desarrolla la liturgia taurina: una plaza de toros. De toros, no de toreros.

Fue corrida con respeto en la testa, buidos pitones y carnes magras pero bien distribuidas que provocaban el asombro al asomar por la puerta de chiqueros.

La corrida toda pidió siempre terrenos más allá de las rayas de picar; llegó a la hora final con la boca cerrada; dio sentido a la suerte de varas (todos recibieron dos puyazos auténticos) y, por lo corriente, pidieron el carné a los toreros. A veces sin respuesta.

Es la filosofía del paleto: criar toros para el espectador, no para el torero. Cierto que cabe el debate de que lo de ayer sea o no torear según los cánones de los taurinos más exquisitos o, en el otro extremo, los más furibundos toristas. De lo que no cabe duda es de que ayer no se durmió ni dios.

Un cortijo

Y de entre esa guerra de guerrillas en que las más de las veces se convirtió la arena saltó un tercer toro con un pitón izquierdo para reventar una feria. Buscapleitos tenía en esa embestida humillada sí, pero no de borrego, un perú. Y Alberto Aguilar, quizá sobrecogido por el rumbo que llevaba la tarde se espesó sin ver las posibilidades de esa embestida que no supo hilvanar, vaciándola menudo de contenido.

Con la nube todavía en la cabeza se enfrentó al más suavón de todo el encierro. Ese sexto, al menos, no llevaba bombas en el bolsillo, como dice Victorino. Por contra, dibujó un periplo en el que, de vez en cuando veía cruzarse en su camino al torero, siempre rectificando posición para hallar el viaje del toro.

Así y todo contentaba a una parte de la concurrencia, deseosa de gritar ¡ole! en vez de ¡ay!.

Como si ese atenazamiento lo tuviera bloqueado o porque al tiempo quisiera asegurar con la espada, aquello se demoró en demasía a la hora de cuadrar al toro. La peña se enfrió, el torero escuchó un aviso antes de cuadrar y otro mientras descabellaba. Del cielo al infierno en un minuto.

Mientras, Paulita se echó la tarde al hombro. Lo bordó en su primero con el capote poniendo la plaza como un manicomio. Luego, colocándose donde los toros embisten, dándole ventajas al animal en la inteligencia de que desengañándolo podría alargar las cicateras embestidas de un toro al que quiso torearlo por lo usual, o sea de bonito, cuando el victorino tenía todo su poder, la boca cerrada y quien echaba espuma por la boca era el de Alagón. Gasto de dos faenas en una que remató con media insuficiente y un descabello. Y ante el torazo quinto (627 kilos), otro Armagedón, hecho de nuevo un tío.

En ese entorno hostil, anduvo en su línea Rafelillo, merodeador y regateando hasta la frontera de lo elusivo. Y en su segundo breve no, fugaz.