Conocí a Ana García Obregón (Madrid, 1955) en tiempos de la Movida, cuando (se suponía que) salía con Miguel Bosé. Me la presentó Pepe Ribas, el director de Ajoblanco, que acababa de editar un libro sobre el cantante y pasaba por una fase de fascinación por el hijo de Luis Miguel Dominguín y Lucía Bosé. La verdad es que era una chica encantadora. Era joven. Era guapa. Era simpática. Y llevaba tejanos y una camiseta blanca, no esos modelitos en los que se especializó a partir de una cierta edad. Aunque no volví a cruzármela jamás, su colaboración involuntaria me ayudó a rodar Haz conmigo lo que quieras, dado que mi productor, Juan Alexander, lo era también de la exitosa serie Ana y los siete. La financiación de la película no estaba del todo completada, pero el jefe, animado al ver que Ana y sus críos lo petaban en TVE, dijo que adelante con los faroles. Como es de bien nacido ser agradecido, incluí el nombre de mi benefactora, medio en serio, medio en broma, en los agradecimientos de los créditos finales.

Grandes suños

En los lejanos años 80, Ana Obregón era una actriz que empezaba y que tenía grandes sueños que, lamentablemente, no se cumplieron. Se fue a Los Ángeles a buscarse la vida y no lo logró en exceso, pero, por lo menos, se trajo de vuelta la mil veces contada anécdota de la noche en que le preparó una paella a Steven Spielberg. Poco a poco, se fue convirtiendo en una celebrity de la prensa del corazón, más por airear cuestiones privadas -todo lo relativo al divorcio de Alessandro Lequio, novios que iban y venían, la rentabilización a lo Belén Esteban del crecimiento del retoño fabricado a medias con el conde italiano (bueno, el conde es su hermano mayor, pero qué más da)- que profesionales.

El posado en bikini de la estrella daba inicio a la temporada estival: de la misma manera que si no sale tu esquela en La Vanguardia, es que no te has muerto de verdad, si Ana no era inmortalizada medio desnuda por los paparazis, el verano no empezaba realmente.

No sé si el cine se fue olvidando de ella o si ella se fue olvidando del cine -una mezcla de ambas cosas, intuyo-, pero la televisión no tardó en convertirse en su hábitat preferido, tanto en la ficción como en los programas de cotilleos, en los que a veces le ponían de contrincante a su exmarido o a la exmujer de este, Antonia Dell’Ate, responsable de la mejor descripción oída hasta la fecha de María Patiño: «Tu sei una enana malévola». Sin olvidar los concursos con Ramón García, Ramontxu para los amigos, como Qué apostamos ni las campanadas de fin de año desde la Puerta del Sol, también con Ramontxu y su pinturera capa española de Casa Seseña.

Tras cierto éxito como secundaria en Hostal Royal Manzanares -meritorio porque su protagonista, Lina Morgan, salía prácticamente en cada plano-, el gran momento de Ana Obregón llegó en el 2002 con Ana y los siete, una especie de Pretty woman para familias numerosas en la que ella interpretaba a una stripper entrañable que cuidaba de los hijos de un viudo. El tono, entre humorístico, tierno y directamente ñoño, gustó tanto a los españoles que se llegaron a grabar 92 capítulos de la serie.

La flauta no volvió a sonar

Nuestra heroína intentó repetir el pelotazo con su peculiar versión de Sexo en Nueva York, titulada Ellas y el sexo débil, pero la flauta no volvió a sonar. De hecho, su gran regreso a la fama debía escenificarse el próximo día 29, con la presentación de la segunda temporada de la serie de los Javis Paquita Salas, en la que tiene un papel importante, pero los problemas de salud de su hijo la van a retener en Nueva York, donde el chaval -que ya no es un chaval, pues tiene novia, ha pasado por la universidad de Duke, Carolina del Norte, y ha fundado dos empresas en España, Polar Marketing y Gin Oro- se enfrenta a un cáncer que le está jorobando la existencia: ante el carácter, digamos, expansivo de papá y mamá, Alex siempre ha querido ganarse la vida discretamente, aunque algunos echamos de menos sus tiempos infantiles, cuando tenía la comprensible costumbre de escupir a los paparazis.

Da la impresión de que Alex es lo mejor que han hecho en su vida Ana Obregón y el (falso) conde Lequio, que siempre ha estado entre personaje secundario de película de Dino Risi y la versión italiana de esos papeles de cantamañanas saleroso que han dado justa fama a nuestro simpar Arturo Fernández. La auténtica Ana es la que me presentó Pepe Ribas: las otras solo son fruto del tiempo y sus circunstancias.