Rafa Nadal, con mucha educación y puntualidad, solicita asiento en el sofá de nuestros salones parisinos al final de cada primavera, se seca el sudor, repasa la raqueta y regresa a la pista para ganar Roland Garros. Lo ha hecho una vez más, por decimosegunda ocasión. Bajo la alfombra de nuestras emociones, este tenista que forma parte de todas las familias españolas y sus mobiliarios sentimentales desde 2005, ha ido dejando huellas de arena para compartir su reinado sobre la tierra batida, planeta que conquista año tras año y que coloniza con los corazones tensos por sus golpes y su furia. Rendidos a un deportista que deposita el alma dentro de cada bola posible o imposible para él o para su adversario. Agoniza, vive, expira, renace, explota, se contiene, respeta... Todo ello con un dominio colosal del aparato neurológico y una revolución constante de la variedad de recursos atléticos que le distinguen sobre los demás. Sin perder la postura y la compostura, mosquetero de su alteza la elegancia, hoy a vuelto a pedir permiso para visitar nuestras casas tras abrazar y estrujar de nuevo a Dominic Thiem. Al entrar, igual que hizo la primera vez ante Mariano Puerta, se ha sentado y ha dicho: "He visto cosas que vosotros no creeríais". Cómo no vamos a creerlas si no hay nada más cierto que Rafa Nadal en Roland Garros, donde cada primavera levanta pirámides con su arena faraónica, junto a la puerta de Tannhäuser.