Como cada mañana, bien temprano, Daga Khan sale de su casa y se dirige a la plaza de Koti Shangi de Kabul con la esperanza de que le den trabajo. Allí se sienta, pacientemente, junto a decenas de compañeros de espera también desempleados.

La imagen, desoladora, es reflejo de la latente realidad del país: una multitud de hombres parados sin nada que hacer, alrededor de una destartalada rotonda sobre la que cuelgan carteles electorales con promesas de un futuro mejor.

Mientras los candidatos a la presidencia afgana apuraban las últimas horas de la campaña con mítines multitudinarios para atraer a más votantes, los jornaleros de la plaza de Koti Shangi esperaban, un día más, una oferta de trabajo.

Daga Khan no votará hoy ni al candidato favorito, el doctor Abdulá Abdulá, ni a sus dos rivales, el doctor Ashraf Ghani o Zalmai Rasul (el candidato gubernamental) porque no le «convencen las promesas electorales». Su única preocupación es poder llevar algo de comer a sus hijos. Cuando trabaja, que son menos veces de las que desearía, gana cuatro dólares diarios. «Si lo hubiera sabido antes, no habría vuelto a Afganistán», nos comenta.

LA VUELTA

Khan es uno de esos tantos millones de refugiados afganos que volvieron al país después de la caída del régimen talibán en el 2001. Esos a los que el presidente saliente, Hamid Karzai, tras asumir la presidencia interina antes de las elecciones del 2004, hizo un llamamiento para que regresaran, asegurándoles estabilidad y un futuro.

A unos metros de la plaza hay una gasolinera. Mir Mohamed Shafi trabaja en ella. Su salario es de 100 dólares al mes y sus gastos familiares, entre el alquiler del piso, la comida y la ropa para sus cuatros hijos, ascienden a 300 dólares. «Estoy desesperado. ¿Qué puedo hacer?», se lamenta, antes de afirmar que en 30 años Afganistán no ha conocido «un buen dirigente». En los tiempos de los talibanes, continúa Shafi, «había más seguridad, pero no había trabajo». Ahora, «ni hay seguridad, ni trabajo». El futuro de Afganistán no pinta mejor, parece como si estuviera condenado a vivir con la corrupción, la miseria y la violencia.

Las calles de Kabul están más vacías de lo normal. La inseguridad durante el periodo electoral ha convertido Kabul en una ciudad fantasma. Los talibanes prometieron boicotear el proceso electoral y la última semana han atacado varias oficinas electorales y el recinto blindado de la Comisión Electoral Independiente.

El poco tránsito nos permite observar las destartaladas carreteras con socavones y las vías sin asfaltar. A la dificultad de circular en esas condiciones se añaden los puestos de control y las barreras de seguridad alineadas cada 100 metros. Kabul parece una prisión rodeada de altos muros de cementos, coronados con alambre de espino.

Desde que comenzó la guerra contra la insurgencia talibán, la comunidad internacional ha entregado al Gobierno más de 105.000 millones de dólares en ayuda civil para la reconstrucción y el desarrollo de la democracia, pero hasta hoy más de los dos tercios de la población sigue sufriendo la falta de agua corriente y electricidad, y los derechos civiles continúan minados.

«La sociedad afgana se enfrenta a una multitud de problemas, especialmente las mujeres. El país sigue estando bajo un régimen islámico», denuncia la activista Sima Samar. «Hemos perdido 13 años de democracia. Karzai prometió construir una nación en la que se le garantizaría a las mujeres sus derechos. Pero hoy en día se nos siguen negando los derechos a la educación, la asistencia médica, el trabajo», añade.

DAR A LUZ

Cuando una mujer está embarazada, los afganos dicen que está enferma. La mayoría de las mujeres en las zonas rurales dan a luz en sus casas porque «tienen prohibido consultar a médicos varones y casi nunca disponen de medios de transporte para llegar a un centro médico», insiste la activista afgana.

Ante la alarmante tasa de paro (40%), «muchos afganos desesperados son reclutados por los talibanes que les pagan de 8 a 10 dólares diarios», nos explica Hamid Sabir, diputado de Hizb-e-Islami de Gulbadin Hikmatyar. El comandante Sabir, de 55 años, abandonó el kalashnikov para dedicarse a la política. «Hay funcionarios del Gobierno o policías que abandonan sus puestos para alistarse a la insurgencia porque ganan más dinero», explica.

También algunos exseñores de la guerra colaboran vendiendo armas a los talibanes. «Estos criminales» controlan, además, el negocio del tráfico del opio que «mueve millones de dólares», continúa este exmuyahidín. «Los talibanes lo tienen todo: el dinero para comprar armas y milicianos y el control sobre las zonas rurales por el apoyo de los mulás (lideres religiosos) locales», subraya el diputado islamista.