Hace más de tres horas que la selección belga ha mordido el polvo ante Francia y ahí sigue, devastado y roto, tan acogotado que hasta cuesta ver el 10 de Hazard estampado sobre su espalda. Se parapeta tras una mesa atestada de jarras de cerveza mientras dos correligionarios tratan de evacuarle como sea de una semidesértica terraza en Metimna, uno de los privilegiados enclaves turísticos al norte de la isla griega de Lesbos. A pocos kilómetros de allí, aparece el reverso de la moneda entre la penumbra de una playa, donde el vivaracho trajín de una menuda camiseta de Van Persie acapara la atención por la precocidad con la que es capaz de echarse a su equipo a la espalda.

No, ni el goleador holandés estuvo en el Mundial de Rusia ni su selección tiene culpa alguna de la desazón etílica belga. En el particular encuentro que afronta la mini réplica del delantero neerlandés, el adversario luce el escudo de todo un continente, la defensa a sortear atesora la tecnología más sofisticada y el trío arbitral que juzga el devenir de la contienda responde al capricho del viento, la volubilidad de la marea y la potencial indiscreción de la luz de la luna. En el partido en el que el equipo de Van Persie entra en liza la madrugada del 11 de julio lo que se despacha no tiene nada que ver con el orgullo patrio, sino con la vida.

Tensión

El centelleo de los móviles marca el rastro hasta el medio centenar de inmigrantes recién llegados a territorio europeo. Unos llaman a la familia en lejanos países, otros a los amigos de los que horas atrás se despidieron en la costa turca, tan próxima que se aprecia incluso en una noche cerrada como la de hoy. Sorprende la entereza de algunos de ellos, como si ya tuvieran muy claro lo que les esperaba en la travesía de media docena de millas desde territorio otomano, como si ya hubiesen sido más de una vez los destinatarios de esa comunicación para confirmar que todo había ido bien. Hoy, por fin, son ellos quienes dan las buenas nuevas.

Una familia de recién llegados a territorio europeo. / ÀNGELS BOSCH

Pero incluso entre el alborozo de haber orillado la primera parte de lo que creen un sueño, quizás cuando muchos de ellos, ahora sí, se atreven a reparar en que podían haberse dejado la vida en el intento, o cuando a otros les achanta la idea de todo lo desconocido que les aguarda, entonces sí, se desborda la tensión de todas las maneras que se puedan imaginar. Uno gira el cuello a un lado y a otro, frenético, como convencido de que no puede haber ido tan bien, casi aguardando que algo malo salga de entre los matorrales; otros apuran un cigarrillo tras otro, incapaces de controlar el temblor en sus manos, y de fondo, la angustia de los más pequeños parece retroalimentarse hasta que se orquesta un llanto tan coral como estremecedor.

Y ahí sigue nuestro Van Persie, que muestra sus credenciales: cuenta que se llama Suhel, que tiene 11 años y ha viajado desde Birmania junto a su madre y otro hermano, y que es el único de los tres que habla inglés. Responde con una sonrisa nerviosa, como si le costara despojarse del injusto lastre de ser el improvisado cabeza de familia. Y por fin se permite el lujo de exhibir la fragilidad que nadie debería arrebatarle a esa edad, solo después de escuchar unas cuantas bromas y una sincera bienvenida a Europa. Entonces, Van Persie también libera la tensión y se abraza al desconocido como si fuera de la familia, con tanta fuerza que parece que ha marcado el gol que decide el Mundial, su Mundial. Su madre, que no pierde ojo de la escena, le saca de su momento de euforia, pidiéndole que le ponga al día de lo que habla con ese extraño, advirtiéndole, quizás, que no es buena idea ser tan confiado.

Recelo

El recelo impregna los primeros pasos de muchos de los migrantes, incluso cuando dos voluntarios de una oenegé les acercan zumos, barritas energéticas y mantas térmicas. Los cooperantes son británicos y dicen que suelen relevarse cada dos o tres semanas, necesitados de abrir ventanas para airear tanta miseria humana acumulada en la retina y en el corazón. Mientras se explican, una patrullera de Frontex, la guarda costera de la UE, surca las aguas próximas a la playa, imponente, majestuosa, pero más de 15 minutos después de que los cooperantes descubrieran la llegada de los foráneos.

Unos migrantes consultan el móvil a su llegada a Lesbos. / ÀNGELS BOSCH

Los voluntarios explican que es muy habitual que ellos lleguen antes que los barcos militares comunitarios gracias a un sistema de vigías en el que se coordinan las diferentes oenegés presentes en la isla. El modesto empeño de unas organizaciones humanitarias ganándole la partida a la pomposa puesta en escena de la UE que, una vez más, disimula muy mal su empeño de mirar para otra parte. Lo sabe bien el veterano policía que acude en solitario al rescate en tierra firme. Parece casi avergonzado al comprobar que hasta las entidades sin ánimo de lucro desplazan a más personal y se organizan mejor que las fuerzas de seguridad, por más que tanto unos como otros saben perfectamente cuáles son los puntos calientes adonde arriban los migrantes.

Tarifas fluctuantes

Completa la asistencia un observador de Naciones Unidas, credencial en ristre. Puede comprobar sobre el terreno la presencia de chalequitos inflables que han usado los migrantes y que ahí siguen, refulgiendo en la oscuridad, a diferencia de la embarcación de plástico que han pinchado nada más alcanzar tierra firme. "Por si acaso los militares tienen la tentación de hacerte volver a Turquía si no hay testigos...", aclara un chaval de Gabón que asegura haber pagado en origen. Tal es el miedo que tiene a las mafias y a lo que le puedan hacer a su familia o a él mismo que, con un francés y una educación exquisitos, ruega no entrar en detalles sobre el coste de los oscuros servicios.

Los precios que cobran las mafias varían en función de factores como la presión policial que haya en ese momento, el volumen de demanda y la procedencia del migrante: si viene de un país con mayores posibilidades económicas y en guerra, los honorarios aumentan. Cumple con esas directrices Siria, cuyos ciudadanos pueden llegar a abonar en torno a 3.000 euros, el tope de una horquilla que se rebaja hasta el millar de euros para los afganos y otras nacionalidades, según coinciden voces policiales y de oenegés.

Dos vehículos van completando los viajes para llevar a los migrantes a un centro próximo, donde podrán descansar y alimentarse en condiciones antes de que los trasladen al campo de refugiados de Moria. Allí, Van Persie y los suyos jugarán a domicilio una nueva competición, ante un adversario tan poderoso como desconocido: el de la burocracia y la sonrojante desidia de Europa. Un derbi que deberán disputar a diario y en el que lo que estará en juego será su propia supervivencia.