Es curioso el poder que ejercen los caudillos: hasta que no se certifica su fallecimiento oficial todo queda en suspenso, como si pudiera revivir milagrosamente y volver a la más absoluta normalidad. En el caso de Arafat, esa obstinación se incrementa por la proverbial baraka o buena suerte que siempre se le atribuyó, y a la que se aferran sus más incondicionales seguidores. En realidad, a medio camino entre dos mundos, las torpezas de unos y otros parecen asegurar que, dentro de poco, el cadáver de Arafat seguirá librando batallas durante mucho tiempo.*Profesor de Historia.