La tumba de Jack Daniel está en una colina rodeada de bosque y asomada al diminuto pueblo de Lynchburg, donde se fabrica desde hace 150 años el whisky estadounidense más famoso del mundo. Es una lápida relativamente modesta, sin epitafio ni flores frescas o una mísera botella para acompañarle en las noches perras. Lo único que la distingue del resto son dos sillas blancas de bronce sobre el sepulcro. Jack Daniel: 1850-1911, dice escuetamente. Pero Jack a secas, como lo llaman aquí, nunca está solo. El pueblo a sus pies está completamente entregado a perpetuar su memoria y vender un whisky que para muchos es una forma de vida. Casi 300.000 turistas visitan la destilería cada año. Abundan los coleccionistas y los moteros. Y por todo el pueblo se respira cultura sureña, con todo lo bueno y lo malo que eso implica.

«Nosotros decimos aquí que, si Jack Daniel’s se marchara, a este pueblo habría que tirarlo. No seríamos más que dos tiendas y una oficina de correos», dice la alcaldesa, Bonnie Lewis. Entre sus 600 habitantes, rara es la familia que nunca haya trabajado en la destilería, cuyo negocio no ha dejado de crecer en los últimos años, a medida que el whisky y el burbon se ponían nuevamente de moda y aumentaban las ventas en el extranjero. Más de la mitad de la producción de Jack Daniel’s se comercializa fuera de Estados Unidos. Europa, Australia y Canadá son sus principales mercados. Pero a ese boom le ha salido una grieta. La industria ha quedado atrapada en el fuego cruzado de las guerras comerciales del presidente Donald Trump.

La UE, China y México han respondido con un arancel al whisky del 25%, un 10% en el caso de Canadá. Una medida adoptada por el valor simbólico de esta industria, pero sobre todo porque se fabrica en dos estados profundamente republicanos: Tennessee y Kentucky, donde se produce el 95% del burbon mundial.

La lógica del contrataque es aplastante. Si el negocio se resiente y pone en peligro el millón y medio de empleos del sector, el electorado republicano presionará a sus líderes para que cancelen los gravámenes.

La industria está preocupada. «La imposición de aranceles por parte de nuestros principales socios comerciales amenaza con frenar seriamente el progreso en las exportaciones», dijo en verano la patronal del sector. Jack Daniel’s ya se ha visto obligado a subir los precios en Europa, una medida que, según los expertos, podría reducir su demanda y acabar minando su cuota de mercado. «Es pronto para saber si habrá despidos, pero se estancará la producción y el empleo en el sector mientras se mantenga la incertidumbre», dice Reid Mitenbuler, autor del libro Bourbon Empire.

Esa ansiedad no se percibe en Lynchburg, donde las banderas confederadas adornan varias fachadas y algunos vecinos pasean con la pistola en el cinto. El condado es más trumpista que Trump. En las elecciones del 2016, el magnate ganó aquí con el 79,5% de los votos. «Los bolsillos de Brown-Forman son demasiado grandes para que el pequeño Lynchburg sufra», dice la alcaldesa refiriéndose a la multinacional propietaria de Jack Daniel’s, que fue una empresa familiar hasta 1956.

Su marido es un hombre corpulento de manos callosas como las estrías del cuero. «Los aranceles eran necesarios porque hemos competido en desventaja durante muchos años. Nosotros protegemos a la mitad del mundo, ¿y qué hacen ellos por nosotros?», dice Randall Louis, cazador de fianzas y antes policía y trabajador de la destilería, donde hoy se gana la vida su hijo. Al ser preguntado sobre el riesgo de que el pueblo castigue políticamente a los republicanos por los aranceles, se ríe. «Aquí la mitad de la gente no sabe ni deletrear a-r-a-n-c-e-l-e-s. La empresa tiene que dejar de quejarse. No se va a marchar a ningún otro lado».

Atnip vende memorabilia sureña, desde banderas confederadas a camisetas que ensalzan a Dios, la familia, las armas o las furgonetas, el panteón de la cultura redneck. Su tienda es un testamento de la naturaleza inmutable de esta región, donde sigue imperando la ley seca desde los tiempos de la prohibición. Trump ha devuelto el orgullo a esta cultura denigrada por la América progresista. Y aunque no haya un solo bar en todo el condado, en las casas se brinda por él.