Donald Trump atiza la guerra comercial sin que la prudencia ni los llamamientos al diálogo de China mengüen su belicosidad. Washington la inició y la semana pasada arruinó la tregua apelando a un presunto incumplimiento de compromisos que Pekín niega. En el horizonte se vislumbra un conflicto que desbordará los márgenes arancelarios con previsibles consecuencias funestas para ambas potencias y la economía global.

Los titulares han descrito el último aumento de los impuestos a las importaciones estadounidenses como un desafío chino. El contexto y las cifras, sin embargo, sugieren que a China le desvelaba más su reputación que seguir la propuesta belicista de Trump. Sus aranceles cubrirán productos estadounidenses por valor de 60.000 millones de dólares, menos de un tercio que los 200.000 millones que sufrirán los chinos, y la medida fue aprobada por Pekín solo después de que Trump la conminara a no hacerlo.

Fue la mínima fuerza necesaria para evitar la etiqueta de cobarde o, según Scott Kennedy, sinólogo del Centro de estudios Internacionales Estratégicos, fue una respuesta proporcionada. Todo sugiere que China pretende seguir negociando. Eso no significa que esté preparada para grandes concesiones ni que el acuerdo sea probable, pero sería más preocupante que hubiera contestado con sanciones más severas, juzga.

UNA ECONOMÍA PODEROSA

Los días en los que Washington podría haber arrodillado a China son lejanos. Ya no padece una economía balbuceante que suplica por la tecnología ajena sino que es autosuficiente en sectores que definirán la primacía en este siglo. El debate académico sobre qué economía sufriría más en una guerra sin bridas se agota en la certeza de las mutuas magulladuras. La Historia enseña que las guerras comerciales solo tienen ganadores cuando una economía supera en mucho a la otra y este no es el caso. La estadounidense aún adelanta a la china en madurez y flexibilidad pero a la segunda le sobran medios para castigar a la primera.

La lógica de Trump descansa en que China perderá la guerra de aranceles porque sus exportaciones a Estados Unidos cuadriplican a las inversas. El crecimiento anual del gigante asiático se recortaría dos puntos si Washington impone tasas del 25 % a todos sus productos, según un estudio del banco suizo UBS. Sería una catástrofe que China no podría igualar porque pronto se quedará sin productos estadounidenses que gravar. Pero reducir el campo de batalla a los aranceles es de un optimismo infantil. Lo ha anticipado esta semana Wei Jianguo, exviceprimer ministro de Economía: China no solo actuará como un maestro del Kung Fu para defenderse de los trucos de Estados Unidos sino también como un experimentado boxeador que puede propinar puñetazos mortales, dijo en el diario hongkonés 'South China Morning Post'.

LA BAZA DE LA DEUDA

China dispone de armas rotundas que por sus riesgos se entenderían solo en un contexto de guerra sin prisioneros. Podría desembarazarse de la masiva deuda estadounidense que la convierte en su banquero. Aunque ha reducido sus reservas en los últimos años, China aún guarda 1,2 billones de dólares. La teoría asegura que, si la soltara de golpe, bajaría el valor de los bonos, subirían los tipos de interés, otros países atenazados por el pánico seguirían la medida china, Washington pagaría más por las futuras emisiones de deuda y el aumento del préstamo para empresas y consumidores estadounidenses deslizaría su economía hacia la depresión. Pero a China le beneficia dirigir sus inversiones hacia valores seguros y ninguno lo es más que un bono estadounidense.

También podría devaluar el yuan buscando dos efectos inmediatos: irritar a Trump, que ha acusado durante años a Pekín de manipular su moneda, y neutralizar el aumento de las tasas a sus exportaciones. El yuan, de hecho, ya ha bajado durante esta fragorosa semana. Pero una devaluación briosa también aumentaría el precio de las materias primas que China importa y Pekín aún recuerda la fuga de capitales que espoleó la devaluación del 2016.

EL PEDIDO DE BOEING, EN EL AIRE

Su arsenal cuenta con vías más inocuas. La guerra tarifaria beneficia a Washington por la misma razón que una espiral de acoso a las compañías ajenas favorecería a Pekín: las norteamericanas venden en el gigante asiático 200.000 millones de dólares más que las chinas en Estados Unidos. A Pekín se le multiplican las opciones entre multinacionales como General Motors, Apple o Starbucks que cuadran sus balances anuales gracias a su mercado. En el aire está el centenar de aviones Boeing por un valor de 10.000 millones de dólares que China encargó para satisfacer los deseos de Trump antes de que volaran las bofetadas.

Existen otras presiones más sutiles que siguen una liturgia conocida: bastan un par de editoriales para inflar las velas del nacionalismo y que la población se entregue con entusiasmo al boicot. También el estricto cumplimiento de la burocracia y las leyes chinas puede hundirlas: visados, inspecciones de seguridad laboral o impuestos, retrasos en aduanas

Staley Rosen, profesor de Ciencia Política en el Instituto Estados Unidos-China de la Universidad de South Carolina, opina que Pekín las introducirá con cautela. Saben que Trump es impredecible y está rodeado de asesores deseando un contraataque para decirle: 'Te advertí de que no podías confiar en China. Las tarifas, defiende Rosen, son una respuesta suficiente mientras Washington no vaya más allá. A China le encantaría provocar un divorcio entre Trump y su electorado por lo que los aranceles sobre productos del corazón agrícola de Estados Unidos son los más idóneos, destaca.