Un puñado de jóvenes recoge bajo la pertinaz lluvia los restos de la batalla en los aledaños de la sede parlamentaria con escrupulosa atención al reciclaje. En esta bolsa, los botellines de agua. En aquella, los huevos que no se lanzaron y otros restos orgánicos. En la de más allá, los paraguas y cascos, quizá para la próxima semana. Todo cabe en las revueltas hongkonesas, desde el civismo británico y el orden prusiano al vandalismo mongol, pero los análisis desatienden los matices. Para Pekín y el Gobierno isleño, aquellos jóvenes son criminales. Para el resto del mundo, heroicos luchadores por la democracia. Incluso si se trata de China hallaremos la virtud con más probabilidad en el centro.

Fue un día de furia en una ciudad desacostumbrada a los sobresaltos. Los jóvenes asaltaron el Parlamento. No hubo choques porque la policía lo había abandonado minutos antes: según las autoridades, porque querían evitar más heridos; según los trovadores de los chavales, para facilitarles una orgía destructora que deslegitimara su protesta o justificara la respuesta severa. Las grabaciones revelan la saña contra las instalaciones. Las puertas acristaladas y las protecciones metálicas están reventadas y un vistazo al interior sugiere el paso de Atila. Lo relativiza Jessica Yeung, perteneciente al movimiento prodemocrático: No fue un vandalismo ciego, solo destrozaron los asientos de los legisladores prochinos. Y pagaron las bebidas y las galletas que sacaron de las máquinas expendedoras, cuenta.

COMPLICIDAD

En las cercanías del Parlamento se juntan los curiosos. Los jóvenes rehúyen las fotos, ofrecen alias y niegan su presencia en la noche de autos. Es un contraste fuerte con la despreocupada colaboración durante las revueltas de los paraguas. Las sentencias de cárcel de sus líderes recomiendan precaución. Ayer estuve en casa soñando que estaba aquí, ayudando a mis compañeros, pasándoles agua y las herramientas necesarias para entrar, asegura una joven con mueca cómplice.

El discurso entre los jóvenes es monolítico: el asalto al Parlamento fue el último y desesperado recurso tras el autismo de Carrie Lam, la jefa ejecutiva de la isla. Ni un millón, ni dos millones de manifestantes. Se ha negado a retirar definitivamente la puñetera ley de extradición. Cuando te cierran todas las puertas, es comprensible que la gente estalle, apunta uno. Solo un sacerdote católico, confeso defensor del movimiento, concede que la violencia restará apoyos. Los prochinos han recuperado terreno cuando caían en picado, ahora muchos ven que los legisladores prodemocráticos amparan a los rufianes de anoche, sostiene. En la misa de esta mañana, revela, ha rezado a Dios para que les dé la suficiente sabiduría a los jóvenes y regresen a la senda pacífica.

LA POLICÍA, CUESTIONADA

Una decena de policías supervisa la limpieza de las instalaciones. La policía hongkonesa, la más admirada de Asia por su modernidad, eficiencia y pulcritud, ha sido arrastrada al lodo por sus presuntos abusos durante estas semanas por los jóvenes. Un examen desapasionado no revela mayor fuerza que la que emplearía un cuerpo antidisturbios de cualquier acrisolada democracia en situaciones análogas. Un exaltado les grita esta mañana a decenas de metros: por qué huyeron, por qué permitieron a los jóvenes destrozar el Parlamento, para qué tienen las armas. No se intuye hoy un trabajo más desagradecido que ejercer aquí de policía: acusados por pegar mucho y por pegar poco, por masacrar a los jóvenes y por dejarles la vía libre.

Esa ley de extradición, descrita por sus críticos como una pasarela hacia la oscura justicia del interior, ha generado las semanas más convulsas de la excolonia en décadas. Hong Kong ha encadenado dos manifestaciones masivas y los disturbios que dejaron una ochentena de heridos antes de la toma del Parlamento del lunes por la noche.

DESCONFIANZA HACIA PEKÍN

Se desconfía de la influencia creciente de Pekín en los asuntos propios por el desgaste de la fórmula un país dos sistemas que décadas atrás impusiera Deng Xiaoping. La foto de Admiralty, el distrito gubernamental, ofrece una metáfora imbatible: el edificio gris del Ejército de Liberación Popular, de arrogante altura y sobriedad soviética, rematada su fachada frontal con una estrella roja, proyectando su sombra sobre la sede del Legco o Parlamento local, de suaves líneas redondeadas y muchos menos metros.

La calma ha regresado a una zona que el lunes por la noche concentró los focos globales. Hoy solo han acudido unos pocos periodistas para entrevistar a activistas y políticos. Bajo uno de los múltiples pasos elevados de la excolonia, que igual protegen de la pertinaz lluvia que del sol tropical, se ha improvisado un atril para facilitar la tarea de la prensa. Entre el desfile de líderes prodemocráticos interviene, quizá por cortesía, uno prochino. Preside el sector de seguros y, como todos los que hacen negocios en la isla, se siente cercano al interior. Su discurso acaba pronto. Un espontáneo le interrumpe, le increpa, le acusa de engañar a los ciudadanos y de hundir Hong Kong, le persigue por la calle tras bajar del atril y corre a ocupar su lugar frente a las cámaras para seguir con sus proclamas.

Basta un paseo matutino para toparse con una sociedad más plural y compleja que la caricatura de una isla levantada al unísono contra el enemigo. También ha habido estos días manifestaciones de sectores prochinos, menos numerosas, pero que no han merecido una línea en el relato. No es improbable que la violencia de ayer extreme más las posturas. Se avecinan tiempos delicados porque ni a Hong Kong ni a Pekín les satisface su relación actual y en la isla se abre una inquietante brecha social.