El caso de Charles Singleton, un hombre negro de 44 años condenado a muerte en EEUU y cuya ejecución estaba prevista para ayer a las ocho de la tarde (las tres de la madrugada en España) en una prisión de Arkansas, es el paradigma del encendido debate sobre la pena capital. Más concretamente, el caso de este esquizofrénico paranoide, al que el tratamiento de su enfermedad mental le supuso también su condena a muerte, es un representativo ejemplo del irresoluble debate, por el momento, entre moralidad y legalidad en el asunto de la ejecución de los enfermos mentales.

Singleton fue sentenciado a muerte en 1979 por el asesinato de la dueña de una tienda de ultramarinos. La víctima, a la que apuñaló durante un robo cuando él tenía 19 años, le identificó antes de morir. En 1997, cuando estaba ingresado en prisión, un psiquiatra le diagnosticó una esquizofrenia paranoide, y ese mismo año un equipo médico le ordenó tomar antipsicóticos argumentando que suponía un peligro para él y para los otros presos.

Esa medicación obligada dio capacidad racional a Singleton para entender su sentencia y las causas de la misma. A la vez, provocó que muchos se planteen si es legal --y ético en el caso de los médicos-- tratar a alguien cuando esa cura va a suponer su muerte. "Si se le hace competente de forma artificial la situación es una contradicción", declaró ayer a la CNN Ronald Tabak, abogado que ha defendido a varios condenados a muerte.

Las directrices de la organización prohíben dar tratamiento a alguien para poder ejecutarlo. Los médicos de la cárcel, sin embargo, siguieron medicando al prisionero Singleton hasta ayer mismo.

CONTRA LA OCTAVA ENMIENDA El defensor de Singleton recurrió la sentencia en el 2001, y varios miembros de un tribunal de apelaciones le conmutaron la pena capital por la cadena perpetua. El estado de Arkansas apeló y logró que volviera a ser sentenciado a muerte. El defensor llevó el caso al Tribunal Supremo, que hace 18 años prohibió la ejecución de enfermos mentales, al considerarla una violación de la octava enmienda de la Constitución que prohíbe los castigos crueles. El alto tribunal rechazó el caso sin dar explicaciones y Singleton pidió a su abogado que no realizara más intentos legales.