Cada viernes, Tamara busca su almuerzo en la iglesia María Auxiliadora del barrio caraqueño La Candelaria. La cocinera de los padres salesianos, dice, prepara el arroz con lentejas con mucho amor. «Una se da cuenta apenas se lleva la cuchara a la boca». Ella vive en la calle después de haber perdido a su marido e hija en un accidente y que invadieran su apartamento.

Duerme en el parque Central y se baña vestida con un chorro de agua de los bomberos. Ya casi no se acuerda de que existe otra vida. Mejor dicho: Tamara quiere olvidar los días y noches en que era madre y esposa y que iba a los mejores restaurantes de Caracas. «Ya no me pertenecen, están del otro lado», dice como si un muro invisible separara al oeste del este de la ciudad, donde por las noches habita todavía una realidad paralela al hundimiento económico.

«Zona libre de armas», advierte un cartel a la entrada de El Barquero, un restaurante especializado en pescado ubicado en el barrio de Altamira. Una botella de whisky Grant’s espera a los comensales apenas traspasan la puerta. ¿Venía aquí Tamara o iba a Barako, conocido por la variedad de sus carnes? «Ya no hay rumba en esta ciudad. Solo cenamos», dice el contable Marcos. Acaba de pagar 233.000 bolívares, casi el equivalente a seis salarios mínimos. «Esto es como un microclima», comenta su esposa, Xiomara, una agente de viajes independiente. «Antes, mis clientes viajaban cinco veces al año a Europa. Ahora, una».

DE BAR EN BAR

Y es esa pendiente inexorable la que hace que Bianca, una abogada freelance, recuerde el pasado reciente con de melancolía, cuando Caracas era la ciudad con mayor ingesta de whisky per cápita del mundo. «Todas las semanas tenía un rito: salir con mis amigas y vaciarnos una botella de Old Parr. Ya no. Exijo mi derecho humano al whisky», se ríe de sí misma.

Nada se puede comparar con el Buddha Bar, en la urbanización de Las Mercedes. La franquicia se inauguró hace tres años. Los precios no se encuentran en la carta porque cambian cada noche al compás de la inflación. Una pareja gasta sin remordimientos 100 dólares, que son diez salarios mínimos. Cuando se vacía el Buddha Bar, Tamara se acurruca debajo de un árbol del parque Central. Como muchos, no ha cenado. Antes que comer, quisiera soñar una vez más que abraza a su hija.