Una de las tradiciones de La Habana es ir en la noche previa al 16 de noviembre al Templete erigido en la Plaza de Armas y dar tres giros alrededor de la ceiba que rememora el árbol a cuya sombra se celebraron hace 500 años el primer cabildo y misa de esta ciudad maravilla. Tocando el tronco de ese símbolo de longevidad y bienestar, los habaneros piden un deseo, algo que no falta ni en Cuba ni en su capital, como alegría y problemas, miedos y esperanzas.

El ritual en la ceiba se hace en sentido contrario al de las agujas del reloj, como yendo contra el tiempo. Es una metáfora perfecta para una ciudad que en muchos aspectos ha logrado preservar sus esencias medio milenio pero, también, para un momento en que los fantasmas del periodo especial, sus tremendas estrecheces, asustan de nuevo, especialmente a las generaciones menos jóvenes.

Embargo más duro

El recrudecimiento del embargo de Estados Unidos bajo la presidencia de Donald Trump se siente en los despachos del poder cubano y de las empresas extranjeras pero también a pie de calle. Las dificultades interpuestas para la llegada de barcos, con combustibles o importaciones, vuelven a alterar la vida. Las oficinas públicas reducen sus horarios o cierran dos horas en mitad del día por ahorro energético; las colas cada vez son más largas en las gasolineras; las tiendas están más desabastecidas y hay problemas para acceder a divisas o usar con éxito un cajero...

La perdida de los cruceristas, que representaban el 17% del turismo, y la caída de visitantes estadounidenses que se dispararon tras el acercamiento de Barack Obama también se deja notar. Y con la salida de médicos cubanos de Brasil, Ecuador y ahora Bolivia las arcas públicas pierden una fuente de ingresos vital.

Puede ser, según asegura el presidente Miguel Díaz-Canel, una situación coyuntural para la que el Gobierno dice estar más preparado, pero se siente en las casas. Y se siente en los negocios y trabajos que ha emprendido la creciente comunidad de cuentapropistas, los más de 600.000 cubanos que han aprovechado la apertura de puertas para a sumarse con limitaciones a la iniciativa privada y conforman una nueva clase social. Josep Borrell les llamaba esta semana la levadura del cambio.

Fiesta en La Habana

Este fin de semana, no obstante, La Habana se olvida de los problemas y se entrega a la fiesta. Hace más de un año las autoridades empezaron a engalanar el centro de esta urbe de más de dos millones de almas para los fastos, rehabilitando lugares y edificios emblemáticos como el ahora bullicioso boulevard de San Rafael o el Capitolio, a cuyas puertas este sábado por la noche se celebraba la gran fiesta oficial.

Y aunque la lluvia el viernes obligó a adelantar los fuegos artificiales y actos lúdicos, ni siquiera el palo de agua evitó que fuera un auténtico jolgorio el Malecón, ese icono que es el mejor mirador a ese mar ante el que se rindió Federico García Lorca, prodigioso de colores y luz, parecido al Mediterráneo, pero más violento de matices. Y matices son lo que no faltan en La Habana y en toda Cuba, mucho más arcoirisadas política, social y económicamente que la versión en blanco y negro con que tantas veces se resumen.