Una sociedad pragmática y tradicionalmente ocupada en amasar dinero le ha cogido el gusto a la calle. Hong Kong ha vivido este domingo la tercera manifestación en una semana, probablemente la más masiva. Detrás está la inquietante ley de extradición e importó poco que el Gobierno hongkonés la hubiera suspendido el día anterior y que Carrie Lam, la jefa ejecutiva, se disculpara durante la jornada. Los manifestantes persiguen una victoria por aplastamiento, total, sin compasión.

Cientos de miles de hongkoneses acudieron a la icónica plaza Victoria. La afluencia convirtió la planeada manifestación en una concentración que se extendió hasta Admiralty, el teórico punto final, y se desparramó por las calles adyacentes. Muchos vestían camisetas negras para representar su ira y portaban flores blancas para depositar a los pies del edificio desde el que cayó un activista cuando intentaba colgar una pancarta el miércoles. Los insultos abundaron frente a la comisaría de Wanchai, de donde salieron los agentes que se enfrentaron a los estudiantes aquel día.

La muchedumbre ocupó por la noche los alrededores del Legco o parlamento local y prometieron permanecer hasta que se cumplan sus exigencias. La situación recuerda a aquella revuelta de los paraguas en la que los jóvenes permanecieron ahí concentrados durante casi tres meses. Al Gobierno local se le plantea el shakesperiano dilema de dejarles ahí o enviar de nuevo a los antidisturbios sin que esté claro cual es la peor opción.

AMENAZA A LA AUTONOMÍA

La fragorosa semana había empezado el domingo pasado con un millón de manifestantes que protestaban contra la ley de extradición, juzgada por muchos como una amenaza a la autonomía de la isla. El Ejecutivo de Lam ignoró la voz popular y siguió adelante con su tramitación. El viernes, cuando estaba programada su segunda lectura parlamentaria, miles de jóvenes cercaron la sede del Legco para impedir el acceso de los legisladores. Su desalojo por los antidisturbios provocó violentas algaradas, con lanzamiento de adoquines y vallas por un bando y bolas de goma y gas por el otro.

No se recordaba una jornada tan violenta en uno de los lugares más seguros y pacíficos del mundo. Hubo una ochentena de heridos, veinte de ellos policías. Lam firmó la capitulación al día siguiente en rueda de prensa anunciando la suspensión indefinida de la ley para acabar con la convulsión social y evitar más heridos. Es probable que también persiguiera desinflar la manifestación prevista para hoy.

Su fracaso era ya evidente cuando este mediodía ha emitido un comunicado de disculpa infrecuente en la política comparada. Lam ha admitido que las confrontaciones se debían a al inadecuado trabajo del gobierno, pedía perdón al pueblo y prometía que aceptará las críticas en la forma más sincera y humilde. Tampoco esa humillación pública rebajó la temperatura.

DESCONFIANZA HACIA PEKÍN

Los concentrados hoy esgrimían un largo pliego de exigencias: la dimisión de Lam, sus disculpas por llamar vándalos a los manifestantes del miércoles y por la presunta represión policial, garantías de que ningún joven será denunciado por aquellos hechos y la cancelación definitiva de la ley de extradición.

Algunas peticiones son de relevancia dudosa. La suspensión indefinida de la ley equivale ya a su muerte y entierro porque no será debatida en esta legislatura y ningún gobierno venidero se atreverá a airearla de nuevo. A Lam la acusan de títere de Pekín, lo mismo que escuchó durante años su predecesor, CY Leung, y que escuchará su sustituto. No es un problema de nombres sino de la enquistada desconfianza de la isla hacia Pekín.