El presidente de EEUU Bill Clinton rumiaba una solución drástica para el conflicto con Corea del Norte cuando su jefe militar en la zona le informó de que la guerra costaría al menos un millón de muertos y un billón de dólares en daños. Era 1994 y en los cálculos no entraba aún el arsenal nuclear. Todos los inquilinos de la Casa Blanca de las últimas décadas han descartado la vía militar frente a Pionyang por la certeza de que es imposible blindarse ante el contraataque.

No se discute el resultado. Estados Unidos destina a Defensa más que la suma de los siete países siguientes. Pero sería una victoria sudada y dolorosa, la más cruenta desde la segunda guerra mundial. “Una guerra catastrófica, especialmente para mucha gente inocente en algunos de nuestros países aliados”, asumió recientemente el secretario de Defensa, Jim Mattis. “Es una guerra que no deseamos”, añadió.

LLUVIA DE PROYECTILES

Los expertos llevan años imaginando el escenario bélico. La primera respuesta norcoreana a una agresión estadounidense vendría de los miles de cañones apostados a lo largo de la frontera. Son viejos, incluso anticuados, pero eficaces. Las decenas de miles de proyectiles solo tardarían 45 segundos en cubrir los 50 kilómetros que los separan de los 20 millones de habitantes de Seúl. Tanto Corea del Sur como Japón han invertido millones en escudos antimisiles, pero los expertos son muy escépticos ante su capacidad para detener una lluvia de ese calado. Incluso en condiciones óptimas tienen una eficacia dudosa.

Inutilizar esa artillería se antoja complicado. Muchas lanzaderas están escondidas en alambicadas redes de túneles o camufladas en el boscoso paisaje. Serían necesarias al menos dos semanas de tenaces bombardeos para acabar con ellas, según el general retirado Mark Hertling. Seúl o Tokio podrían haber sido ya descuartizadas por los misiles norcoreanos si los líderes acorralados los hubieran cargado con armas nucleares o químicas. Dice la ciencia militar que los ejércitos con pocas armas nucleares deben utilizarlas cuanto antes para sacarles provecho.

ATAQUES RÁPIDOS Y QUIRÚRGICOS

Y tras los bombardeos llegaría la invasión, nunca inferior a dos meses. No sería la plácida conquista de Irak, con un país semidesarmado, con divisiones étnicas y de orografía anodina. En Corea del Norte espera una población fanática y educada en el odio al diablo estadounidense, armada hasta los dientes y protegida en sus frondosas montañas.

Los dos bandos desearían un desenlace rápido. Corea del Norte, porque sabe que su única posibilidad pasa por infligir en los primeros momentos una mortandad tan inasumible que obligue al enemigo a detener el combate. Y Estados Unidos y Corea del Sur, porque recuerdan que durante los tres años que duró la guerra de Corea se sumaron casi tres millones de muertos. Para ello han desarrollado un plan con rápidos y quirúrgicos ataques contra las instalaciones nucleares y militares y contra la élite política. Ese plan sirve hoy para irritar a Kim Jong-un pero no evitaría mañana un baño de sangre. El sentido común de los antecesores de Trump ha impedido hasta ahora la guerra.