No se arredra la Casa Blanca. Pesan más las consideraciones electorales internas que el entendimiento con sus principales aliados internacionales. Incluso cuando a muchos economistas no les salen los números.

Tras dos meses de dudas y negociaciones, la Administración de Donald Trump ha anunciado que impondrá finalmente los aranceles con los que había amenazado a la Unión Europea, un 25% al acero y un 10% al aluminio, una medida que está llamada a provocar represalias desde Bruselas y abrir la puerta a una posible guerra comercial. La decisión incluye también a México y Canadá, dos países que sumados a la UE, proporcionan casi la mitad de los mencionados metales que Estados Unidos importa desde el extranjero. El momento para el continente no podría ser peor, dadas las renovadas presiones sobre el euro y su arquitectura por la inestabilidad política en Italia y España.

Los nuevos gravámenes a las importaciones de acero y aluminio entrarán en vigor a partir de esta misma medianoche, según ha anunciado a la prensa el secretario del Tesoro, Wilbur Ross.

Y llegan tras varias semanas de intensas negociaciones con Bruselas, que ha tratado de impedir hasta el último momento los aranceles con una intensa campaña diplomática que, a la postre, ha resultado estéril.

LISTA DE CONTRAMEDIDAS / Desde hace más de dos meses la UE tiene preparada una lista de contramedidas para gravar importaciones estadounidenses por valor de 6.400 millones de euros, desde alimentos a ropa y calzado, motocicletas, whisky o baterías, productos muchos de ellos icónicos y fabricados en los estados de los principales líderes republicanos del Congreso. Nada de eso ha frenado a Trump, quien ha dicho alguna vez que «las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar».

Inicialmente la postura firme de Bruselas funcionó. Tras anunciar los aranceles a las importaciones mundiales de metales a finales de marzo, la Casa Blanca excluyó a la UE y otros seis países aliados para dar margen a la negociación y tratar de extraerles concesiones en otros ámbitos económicos para requilibrar a su favor la balanza comercial. En los casos de Argentina, Brasil, Corea del Sur y Australia, las exenciones se hicieron permanentes, pero no ha sido así con el resto.

Trump concibe el comercio en términos exclusivamente de suma y resta, y afronta la diplomacia como si siguiera negociando solares en Manhattan. Saca músculo y lanza faroles, castiga y recula. Está claro que Trump ve a la Unión Europea, que es también su principal socio comercial, como un aliado dispensable si se niega a bailar al son de su música. No le importa ir por libre y dejarlo en la estacada. Así lo hizo hace un año al salirse del Acuerdo del Clima de París y más recientemente al romper con el pacto nuclear con Irán pese a las súplicas europeas para que mantuviera su liderazgo en ambos campos. De hecho está dispuesto a romper huesos para mantener su criterio, como demostró su Administración al afirmar que habría consecuencias para las empresas europeas que sigan haciendo negocios con Irán una vez que Washington reimponga las sanciones.

La Casa Blanca ha recurrido a una vieja ley de los tiempos de la guerra fría para tratar de sostener legalmente los aranceles, consciente de que Bruselas pretende disputarlos en los tribunales de la Organización Mundial del Comercio, la organización que Estados Unidos creó con apoyo de sus aliados del continente para evitar precisamente las guerras comerciales y resolver las disputas de forma pacífica. Washington sostiene que la protección de su industria metalúrgica, dañada como tantas otras por la sobreproducción mundial de acero y aluminio, es una cuestión de seguridad nacional. «Nosotros pensamos que, sin una economía fuerte, no podemos tener una seguridad nacional fuerte», ha dicho Ross. No ha servido de nada que Europa le haya recordado que no tiene nada que temer porque ambos bloques trabajan por la seguridad recíproca en el seno de la OTAN.