La puesta en marcha del Tribunal Penal Internacional (TPI) en el 2002 marcó un antes y un después para la justicia internacional. Lo que había sido hasta entonces un proyecto en construcción tuvo su experimento inicial en los tribunales militares de Nuremberg y Tokio, donde rindieron cuentas los perdedores de la segunda guerra mundial, seguido medio siglo después por los tribunales especiales para la antigua Yugoslavia y Ruanda. Ninguno de ellos tuvo, sin embargo, carácter permanente y todos juzgaron conflictos específicos, una situación que empezó a cambiar cuando 120 países sentaron en Roma las bases para la creación del TPI. "Aquello fue una ventana al futuro, casi un milagro para el derecho internacional", asegura la jurista estadounidense Leila Sadat. "Si el tribunal funciona, hace exactamente lo que ningún jefe de Estado quiere, es decir, obligar a sus países a rendir cuentas".

Fue en ese momento cuando comenzó a evaporarse el entusiasmo de Estados Unidos hacia una justicia internacional que había apoyado hasta entonces. Aquel ya no era un instrumento para juzgar a otros, sino que en determinadas circunstancias podría también sentar en el banquillo a los ciudadanos de la primera potencia mundial por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, agresión o genocidio. En Washington, casi todos lo vieron como una peligrosa intromisión en su soberanía y Bill Clinton, que acabó firmando a regañadientes el Estatuto de Roma, nunca llegó a someterlo a la ratificación del Senado. Desde entonces, la hostilidad ha sido la norma en la relación de EEUU con el TPI.

No es una exageración. Durante el mandato de George Bush, el Congreso llegó a aprobar una ley que autoriza al presidente el uso de todos los "medios necesarios", incluida la fuerza militar, para blindar a sus conciudadanos de las investigaciones del TPI. Una agresividad que ha vuelto ahora con Donald Trump. Esta misma semana su consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, amenazó a sus jueces con procesarlos en los tribunales estadounidenses si le buscan las cosquillas a EEUU, a Israel o cualquiera de sus aliados.

No quedó ahí la cosa. Bolton también amenazó con sancionar a los países y empresas que cooperen con el TPI en contra los intereses de su país. "Ningún comité de naciones extranjeras nos dirá cómo tenemos que gobernarnos y defender nuestra libertad", dijo en su discurso ante la Federalist Society.

Histeria de la Casa Blanca

La renovada histeria de la Casa Blanca responde a la investigación preliminar abierta en La Haya para examinar las atrocidades cometidas en la eterna guerra de Afganistán. Principalmente por los talibanes, pero también por las fuerzas de seguridad afganas y el Ejército estadounidense. "Bolton nunca lo hizo, pero es importante poner en perspectiva que lo que busca la investigación es una reparación para los cientos de miles de víctimas afganas que han sufrido horriblemente toda clase de masacres impunes y violencia sexual como arma de guerra", dice Richard Dicker desde Human Rights Watch.

La parte relativa a EEUU ocupa una pequeña parte del informe y se refiere principalmente a la tortura infligida por la CIA y los militares a los detenidos en Afganistán y sus agujeros negros repartidos por el mundo durante la 'guerra contra el terror'. Principalmente en el 2003 y el 2004. “La mayoría de las pruebas del informe desclasificado del Senado sobre la tortura, donde EE UU reconoció que tenía un serio problema”, dice Sadat, que es también asesora de la CPI para crímenes contra la humanidad.

Por más que le pese a la Administración Trump, el TPI tiene jurisdicción para proceder con la investigación porque los presuntos crímenes se cometieron en un Estado miembro del tribunal: Afganistán. Dicho eso, sus líderes podrúan desactivarla fácilmente apegándose a la legalidad. “Si hay alegaciones creíbles de delito, les bastaría con abrir una investigación en los tribunales estadounidenses para dejar al TPI sin jurisdicción. Pero no lo ha hecho. Ni con tortura ni con los ‘agujeros negros’”, afirma Sadat.

Paradoja

El rechazo frontal a cooperar con el tribunal ha vuelto a poner a EEUU en el mismo barco que la larga lista de déspotas y violadores de los derechos humanos enfrentados al tribunal. En sus primeros años de funcionamiento, el TPI solo juzgó atrocidades en África. Y aunque condenó a señores de la guerra congoleños o emitió una orden de arresto contra el sudanés Omar Al Bashir por el genocidio en Sudán, algunos lo acusaron de ser un instrumento "neocolonial europeo".

En los últimos tiempos, sin embargo, el tribunal ha abierto el espectro de sus investigaciones. Muchas fueron solicitadas por los propios países donde se cometieron los crímenes. Otras las abrieron sus fiscales de motu proprio. Actualmente está examinando las intervenciones rusas en Georgia y Ucrania, la ocupación israelí en Palestina, las purgas de Duterte en Filipinas o la intervención británica en Irak. Casi todas están en fase preliminar y no está claro si las investigaciones se acabarán materializando.

A efectos prácticos, Washington no puede matar al tribunal, como Bolton se propuso hacer, pero "sí podría ralentizarlo", en palabras de Sadat, porque en tiempos de Obama le prestó inteligencia vital para algunos casos. "Por irónico que parezca, la oposición de EEUU servirá para reforzar la legitimidad del TPI porque demuestra que el tribunal está dispuesto a hacer frente a la presión de las grandes potencias", dice la jurista estadounidense.

Esa es una lectura. La otra tiene que ver con la credibilidad de Washington ante el mundo. "Lo que ha hecho Bolton es conseguir que se ponga en duda que para el Gobierno de EEUU es importante el imperio de la ley y la justicia", opina Dicker, de Human Rights Watch.