Tras perder la alcaldía de Estambul en las elecciones locales, Erdogan interpuso un recurso ante la comisión electoral alegando un fraude masivo en las urnas. Tres veces se volvieron a contar los votos de esta ciudad de más de 15 millones de ciudadanos, la más poblada del país y la más simbólica. Pero incluso añadiendo los sufragios nulos, el candidato del AKP no consiguió derrotar al socialdemócrata Ekrem Imamoglu, del Partido Republicano del Pueblo (CHP). Apenas 6.000 votos separaron a uno del otro e hicieron perder al AKP una alcaldía que gobernaba desde 1994.

En regímenes de autoritarismo electoral, como el turco, donde las elecciones se utilizan para legitimar al partido en el poder, tanto en el ámbito doméstico, como en el internacional, es algo excepcional que se produzca una derrota por parte del oficialismo. La política comparada nos dice que aquellas elecciones más competidas en este tipo de sistemas pueden ser un arma de doble filo. Por un lado, sirven para legitimar el sistema y mostrar el poder y popularidad del partido en el Gobierno al tiempo que debilita sus opositores. Pero desde el momento en que se permite a los grupos contrarios al régimen su participación en los comicios se les abre una ventana de oportunidad para demostrar que el emperador está desnudo y que su permanencia en el poder se sostiene solo sobre la manipulación más que por el apoyo popular. En este caso las elecciones tienden a reforzar a las fuerzas opositoras. Y esto es exactamente lo que se ha producido en Turquía.

Sin embargo, no parece claro que estas derrotas hubieran pillado de improviso a Erdogan. En agosto se publicó un decreto presidencial por el que toda autoridad y control sobre los presupuestos de la Administración local pasaría a manos del Ministerio de Finanzas, controlado por su yerno. A efectos prácticos, para poder proceder al gasto presupuestario los ayuntamientos necesitarán autorización del ministerio, incluso para pagar a los trabajadores.

Con este decreto se consumaba el proceso de centralización de competencias a través de la reducción de transferencias del presupuesto general del estado a las ciudades pasando del 15% al 10%. Así, ganara o perdiera los ayuntamientos, el control económico y financiero de los mismos estaría en sus manos. Lo que parece que no termina de cuadrar en toda esta historia es que si, efectivamente, existía la posibilidad de ahogar económicamente a los ayuntamientos gobernados por la oposición, para qué pedir una repetición electoral y arriesgarse a perder de manera más contundente.

En lugar de esperar y aplicar una normativa que le iba a favorecer en el medio plazo, ha optado por las prisas y la toma de decisiones en caliente y llevado por el pánico.

La historia nos dice que, en muchas ocasiones, los cambios de régimen comenzaron por unas elecciones municipales, aquellas con una mayor capilaridad en el territorio. Erdogan siente moverse la tierra a sus pies.