Del otro lado del teléfono asoma un hilillo de voz, tan débil como una guitarra con las cuerdas oxidadas. Desde hace unos días, María no se encuentra bien. Está cansada. Le falta el aire. Ni siquiera reconoce su propia voz. "Creo que esta vez me va a tocar a mí", dice resignada. El coronavirus ha pasado por su pequeño mundo como un tornado. De las nueve personas con las que comparte apartamento en la periferia de Washington, cinco se han contagiado. Solo los cuatro niños lo han esquivado. Los cuatro niños y esta mexicana de 36 años, que espera ahora la llamada del médico para que le confirme su diagnóstico. "Estoy pasando mucho miedo porque soy la única persona sana en casa. Tengo dos hijos, tengo que cuidar de mi pareja y me he quedado sin trabajo".

María no es su verdadero nombre. El de verdad se lo guarda en el cajón porque no tiene papeles. Forma parte de los 11 millones de inmigrantes indocumentados que viven en Estados Unidos, un ejército de trabajadores en la sombra que ha sido completamente excluido de las ayudas gubernamentales para hacer frente a la crisis desatada por el virus. El Congreso les han negado el subsidio por desempleo, la financiación para sus empresas o los ingresos directos de dinero en efectivo, ignorando que pagan impuestos como cualquier trabajador. Ni siquiera ha cambiado temporalmente la normativa que les impide acogerse a los programas de sanidad pública.

Pero no acaba ahí la cosa porque también se ha excluido a los hijos estadounidenses de los simpapeles de los cheques de 500 dólares enviados a cada menor de edad, lo que ha llevado a siete familias a demandar al Gobierno federal por "discriminación". Entre ellas, la de María. "Es realmente cruel y discriminatorio que el Gobierno les haya dejado deliberadamente fuera de las ayudas. En este país no debería haber ciudadanos de segunda clase", dice Pablo Blank desde CASA, una organización de apoyo a los inmigrantes que participa en la demanda. Según sus estimaciones, cuatro millones de niños están en esa misma situación.

CONCENTRACIÓN DE CASOS

El resultado de tanta desprotección es el previsible: el coronavirus está haciendo estragos en las comunidades de inmigrantes como Langley Park, donde vive María, el barrio con la mayor concentración de casos del estado de Maryland. "Las enfermedades infecciosas son el mejor ejemplo de cómo estamos interconectados como sociedad. El covid-19 no discrimina. Si no proteges a tu vecino, el virus seguirá avanzando", asegura la doctora Michelle LaRue, asesora en Salud Pública de CASA.

Langley Park es un pequeño Manhattan hispano sin rascacielos ni tiendas de Louis Vuitton. Una maraña superpoblada de bloques de apartamentos de dos y tres pisos que muchas familias subarrendan para poder pagar el alquiler. Frente a los supermercados, cuadrillas de hombres esperan en las aceras a que alguien les contrate unas horas. Llevan mochilas escolares al hombro, como si nunca hubieran abandonado la frontera del río Grande. El 70% de los habitantes de este suburbio son indocumentados. "Todo se ha parado, no hay trabajo, no sé cómo vamos a pagar la renta", dice José Lucas, un albañil salvadoreño de 36 años. "Si no hay dinero, la gente se va a tener que buscar la vida y esto se va a poner violento". La víspera hubo dos tiroteos en las inmediaciones. Hoy pululan por allí los coches patrulla.

LA LABOR DE LAS OENEGÉS

También María ha perdido su empleo en un restaurante. Lleva casi dos meses a dos velas, cuidando de su legión de enfermos en una casa en la que se circula con mascarillas y todos se lavan las manos obsesivamente. "Al principio todos pensaron que tenían gripe, no estábamos bien informados", dice refiriéndose a su cuñado, su nuera, su pareja y los tíos de esta. Uno detrás de otro fueron cayendo, sin seguro médico y sin más acceso a la sanidad que las clínicas de atención primaria de las oenegés, el único flotador de salvamento para los más pobres en la patria de la abundancia capitalista.

Ni siquiera aquellos que pueden pagarse un seguro privado -los menos porque la mayoría de indocumentados viven al día- están necesariamente yendo a los hospitales porque tienen miedo de ser arrestados, aunque la Administración Trump ha frenado las redadas, en el único gesto hacia los inmigrantes.

Con su pareja aislada en la habitación que ambos compartían, María lleva días durmiendo en el sofá con los dos niños de ambos. "Salgo a buscar comida a las escuelas y centros comunitarios. No me importa hacer cola durante dos o tres horas, haga frío o calor, porque es una gran ayuda", confiesa. La pregunta ahora es cómo saldrá adelante si se confirma su diagnóstico de covid-19. No le da tiempo a responder. Está cansada. Muy cansada. Y la llamada se corta.