Una sociedad pragmática y tradicionalmente ocupada en amasar dinero le ha cogido el gusto a la calle. Hong Kong vivió el domingo su tercera manifestación en una semana, probablemente la más masiva. Detrás está la inquietante ley de extradición. Importó poco que el Gobierno hongkonés la hubiera suspendido el día anterior y que Carrie Lam, la jefa ejecutiva, se disculpara durante la jornada. Los manifestantes persiguen una victoria por aplastamiento, total, sin compasión.

Cientos de miles de hongkoneses acudieron a la icónica plaza Victoria. La afluencia convirtió la planeada manifestación en una concentración que se extendió hasta Admiralty, el teórico punto final, y se desparramó por las calles adyacentes.

Los insultos abundaron frente a la comisaría de Wanchai, de donde salieron los agentes que se enfrentaron a los estudiantes aquel día. La muchedumbre ocupó por la noche los alrededores del Legco -o parlamento local- y prometieron permanecer hasta que se cumplan sus exigencias. La fragorosa semana había empezado el domingo pasado con un millón de manifestantes que protestaban contra la ley de extradición, juzgada por muchos como una amenaza a la autonomía de la isla.

El Ejecutivo de Lam ignoró la voz popular y siguió adelante con su tramitación. El viernes, cuando estaba programada su segunda lectura parlamentaria, miles de jóvenes cercaron la sede del Legco para impedir el acceso de los legisladores. Su desalojo por los antidisturbios provocó violentas algaradas, con lanzamiento de adoquines y vallas por un bando y bolas de goma y gas por el otro.

No se recordaba una jornada tan violenta en uno de los lugares más seguros y pacíficos del mundo. Hubo una ochentena de heridos, veinte de ellos policías. Lam firmó la capitulación al día siguiente en rueda de prensa anunciando la suspensión indefinida de la ley.

Su fracaso era ya evidente cuando emitió ayer un comunicado de disculpa infrecuente: Lam admitió que las confrontaciones se debían a al «inadecuado» trabajo del gobierno, pedía perdón al pueblo. Humillación pública que, sin embargo, tampoco rebajó la temperatura.

Los concentrados esgrimen un largo pliego de exigencias: la dimisión de Lam, sus disculpas por llamar vándalos a los manifestantes y por la represión policial, garantías de que ningún joven será denunciado y la cancelación definitiva de la ley de extradición.

Algunas peticiones son de relevancia dudosa. La suspensión indefinida de la ley equivale ya a su muerte y entierro porque no será debatida en esta legislatura y ningún gobierno venidero se atreverá a airearla de nuevo. A Lam la acusan de títere de Pekín, lo mismo que escuchó durante años su predecesor, CY Leung, y que escuchará su sustituto. No es un problema de nombres sino de la enquistada desconfianza de la isla hacia Pekín.