A lo largo de su trayectoria, el fallecido Yasir Arafat nunca quiso nombrar un sucesor. Pasaron los años, y los compañeros de viaje de Arafat murieron --los asesinados Jalil al Wazir (Abú Yihad ) y Salah Jafel (Abí Iyad ), Faisal Huseini--, se acomodaron en su sistema --Mahmud Abbas (Abú Mazen ) o Ahmed Qurei (Abú Alá )--, trataron de buscarse la vida fuera de su sombra (Mohamed Dahlán), fueron encarcelados por Israel (Maruán Barguti) o bien, simplemente, nunca tuvieron ninguna opción (Sari Nuseibeh, Hanan Ashraui...). Tras la muerte del rais, Abbas y Qurei han tomado el mando para liderar una transición que se presenta con muchas incertidumbres.

Representantes genuinos de la vieja guardia --ese grupo de tecnócratas nacido y engordado en los exilios, con reputación de iletrado y corrupto, que copa las instituciones palestinas-- Abbas y Qurei son los nuevos hombres fuertes porque son la solución más fácil. Tal como está el patio --con docenas de bandas armadas dentro de Al Fatah dirigidas por barones ambiciosos y con la amenaza siempre latente de los islamistas--, lo más sencillo y razonable para todos ante una situación tan extraordinaria como la muerte de Arafat era abrazarse al continuismo institucional.

Inofensivo presidente

De ahí que la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se hayan puesto en manos de Abbas y Qurei. De ahí que el nuevo presidente de la ANP sea, como marca la Ley Básica de los palestinos, el traslúcido e inofensivo expresidente del Parlamento, Rauhi Fatú. Y de ahí que el discurso recurrente de todos los dirigentes sea que se celebrarán elecciones en un plazo máximo de 60 días.

Pero que Abú Alá y Abú Mazen hayan heredado los poderes de Arafat y que por todas partes surjan invocaciones a la unidad no significa que se hayan convertido en líderes indiscutibles. Si finalmente hay elecciones, ambos se enfrentan a un enorme reto si aspiran no ya a ganarlas, sino simplemente a presentarse. Lograr de forma inmediata mejoras en las condiciones de vida de la población, lidiar con la nueva guardia --los Mohamed Dahlán, los Yibril Rayub--, no perder de vista a los islamistas y mantener el equilibrio político entre Gaza y Cisjordania ante la posible evacuación impulsada por Ariel Sharon de los asentamientos de la franja son sus tareas más inmediatas.

Tareas, todas ellas, en las que, desde el cargo de primer ministro, tanto Qurei como su predecesor Abbas han fracasado en el último año y medio. Porque un extraño fenómeno de amnesia colectiva ha hecho olvidar, sobre todo en Occidente, que Abú Mazen --nacido en 1935 y eterno número dos de Arafat-- era llamado el primer ministro colaboracionista durante su breve mandato de 100 días. Durante su Gobierno, no le hizo ningún bien a Abbas ni la cumbre de Aqaba del 2003 ni sus encuentros en Jerusalén con Ariel Sharon, de los que no sacó nada más que unas fotos que eran usadas por Israel y EEUU como armas arrojadizas contra Arafat.

Tampoco se recuerda estos días que, poco antes del inicio del fin de Arafat, Abú Alá --un economista nacido en Abú Dis en 1937-- estaba rumiando su enésima amenaza de dimisión, frustrado por su pulso con el rais por el control de las fuerzas de seguridad, superado por el caos en la franja de Gaza y boicoteado por casi todos los estratos de la política palestina. Conviene no olvidarse también de que Abbas y Qurei comparten la impopularidad y el distanciamento de la calle palestina, así como acusaciones de corrupción y de aprovechar sus posiciones de privilegio dentro de la jerarquía palestina para enriquecerse.

Es comprensible, tras cuatro años de Intifada, que de Abbas y Qurei guste su persistente discurso de que la lucha armada daña más que beneficia a la causa palestina. Es previsible también que, a corto plazo, sus decisiones gocen del aplauso o de la aquiescencia interna y externa, y que los territorios sean una balsa de aceite, contradiciendo a los que auguran una explosión de violencia inmediata.

Indicios

Pero ya ha habido indicios --el anuncio de Maruán Barguti de que va a presentarse a las elecciones, la negativa de Faruk Kadumi a ceder la presidencia de Al Fatah-- de que, a medio plazo, la situación es muy difícil que sea tan idílica como muchos querrían al desaparecer el odiado Arafat. Y es que la legitimidad de un líder ante su pueblo, ni en Kabul, ni en Bagdad, ni en Ramala, puede ser impuesta desde Washington, Bruselas o Tel-Aviv.