Si Hungría y Polonia fuesen hoy países candidatos, no alcanzarían el mínimo democrático para entrar en la UE. El problema es que están dentro y no existen mecanismos de expulsión, solo los de salida iniciada por un país miembro a través del célebre artículo 50 del Tratado de la Unión Europea, el que regula el actual brexit.

El paso dado por el Europarlamento no tiene precedentes. Esta semana recomendó aplicar el artículo 7 del mismo tratado a Hungría. Trata de «la promoción y protección de los valores de la Unión». La votación fue contundente: 448 votos a favor y 197 en contra. Una consecuencia podría ser la pérdida del derecho de voto. La medida equivaldría a una suspensión efectiva de pertenencia, revisable, porque no es una expulsión.

Será un proceso complejo, no automático, en el que Hungría cuenta con el apoyo de Polonia, el siguiente en la lista. La hoja de ruta es desconocida y tiene riesgos. Los jefes de Estado y primeros ministros de la UE son adictos a las cumbres de infarto, en las que dejan los asuntos más espinosos para el último minuto, en el que se juegan el todo-nada del futuro de la UE. Esta parsimonia no es tancredismo marianista, sino devoción por Hitchcock.

AMENAZA A LA SOCIEDAD CIVIL

No se penaliza a la Hungría del xenófobo Viktor Orbán por negarse a aceptar migrantes (no es el único), o rechazar musulmanes que, según él, ponen en riesgo la identidad nacional de su país, o por ser muy facha. Al Gobierno de Hungría se le condena por recortar gravemente la libertad de prensa, acelerar la expulsión de oenegés y criminalizar la ayuda al refugiado. Amnistía Internacional sostiene que las leyes aprobadas por Orbán amenazan a la misma sociedad civil. Lo que castiga el Eurparlamento es la merma del Estado de derecho.

Orbán ha pasado del furibundo anticomunista defensor de los valores democráticos, en 1989, cuando se desplomaron los sistemas comunistas en Europa del Este, a coquetear sin reparos con el autoritarismo de Vladímir Putin. También controla los medios de comunicación y se rodea de una élite de oligarcas agradecidos. Está más cerca del Kremlin que de Bruselas.

Para Putin, el juego de fondo se desarrolla sobre el tablero de la guerra fría. Tiene necesidad de un colchón protector físico y psicológico (memoria de Napoleón, Hitler). Por eso trata de recuperar las piezas conquistadas por Occidente. Ya tiene Crimea y una parte de Ucrania.

El líder ruso logra proyectar una imagen idílica de sí mismo en gran parte de la izquierda europea. Se vende como heredero de la URSS y los valores comunistas, la única oposición a Wall Street. En realidad dirige un régimen autoritario que practica el capitalismo más salvaje.

El problema es el contexto, porque la UE se enfrenta a dos desafíos simultáneos que podrían gripar su motor: el político, que no va nada bien desde el 2008, y el económico. Uno es el brexit, que parece dirigirse a un no acuerdo, algo malo o pésimo para uno, el otro o los dos, depende de la propaganda que se quiera escuchar. En el asunto húngaro, ha saltado en defensa de Orbán el sector duro del brexit, con Nigel Farage a la cabeza. Los tories votaron contra las sanciones a Budapest.

(Los eurodiputados del PP lograron un gran ejercicio de imaginación y pluralismo, porque se dividieron y votaron las tres opciones: en contra, a favor y abstención. Nadie podrá acusarles de falta de cintura).

El Reino Unido ha sido un caballo de Troya. Sacárselo de encima no será una desgracia a medio y largo plazo, pero sucede en un momento de extrema debilidad de la UE. A los casos de Hungría y Polonia habría que sumar los cada vez más euroescépticos República Checa y Eslovaquia.

Hay riesgos de fractura en Austria, donde la extrema derecha xenófoba controla el Ministerio del Interior, y en Italia, abanderado de la anti-inmigración. El discurso del miedo cosecha votos también en Suecia. Los idílicos escandinavos ya están en el mismo barco que los franceses y alemanes. Vivimos un grave desafío.

Portugal y España se mantienen como excepciones en este mar de oportunismo delictivo, pero no por mucho tiempo. Se han subido al escenario dos demagogos que buscan, sin importar el precio, una bandera xenófoba que dé votos (otra más para su colección excluyente).

Hay algo en juego más importante que Orbán y Hungría: los valores democráticos que impulsaron el sueño de la UE. Denunciamos fobias racistas, pero los mismos derechos en peligro en Budapest y Varsovia están en riesgo de extinción en el Mediterráneo. La democracia debería ser un todo, no viaja por piezas separadas a gusto del consumidor.