El 16 de enero del 2016, el Organismo Internacional de la Energía Atómica (AEIA) certificó que Irán había cumplido con su parte del histórico acuerdo alcanzado en julio del 2015 con las potencias internacionales, que restringió severamente su programa nuclear. En consecuencia, aquel enero la República Islámica se benefició del levantamiento de las sanciones económicas internacionales que estrangulaban su economía y la perspectiva de dejar atrás años de ostracismo para reintegrarse en el concierto internacional levantó unas expectativas probablemente desmesuradas. La euforia era tal que incluso algunos analistas aventuraron que la situación llevaría inevitablemente a una evolución del régimen iraní y, finalmente, a un cambio político en profundidad.

Dos años después, estas expectativas están muy lejos de materializarse y el estancamiento económico y político ha generado una frustración que, en buena medida, está en el origen de la ola de protestas que comenzó el 28 de diciembre en Mashad y que se extendió por el país.

‘MOVIMIENTO VERDE’ / Las comparaciones con las protestas masivas del 2009 se hacen inevitables pero las diferencias entre ambas son notorias. En aquella ocasión, el denominado movimiento verde estaba protagonizado por las clases medias de alto nivel educativo y concentrado en Teherán y otras grandes ciudades. En cambio ahora los protagonistas son jóvenes de las clases más desfavorecidas y residentes en localidades más pequeñas de provincias que en nada se han beneficiado de los supuestos dividendos del acuerdo nuclear. Las manifestaciones que comenzaron la semana pasada --y que desde el martes parecen haberse evaporado con el incremento de la represión policial y el posterior despliegue de los Guardianes de la Revolución (el cuerpo de élite del régimen)— no fueron tan masivas como las del 2009 pero estaban más extendidas por toda la geografía iraní.

EL OBJETIVO / Los manifestantes del 2009 tenían un objetivo político claro: revertir la reelección fraudulenta, producto de un pucherazo electoral, del entonces presidente, Mahmud Ahmadineyad. Con las precauciones que imponen las dificultades de obtener una información completa y veraz dado el control que el régimen ejerce sobre los medios de comunicación y las redes sociales, el objetivo de las protestas que comenzaron en diciembre parece más difuso.

Las primeras manifestaciones fueron claramente contra la subida de precios de productos básicos, la corrupción y la situación económica en general. Pero a medida que más gente se sumaba, la protesta adquirió tintes políticos. Eslóganes como «la gente pide limosna y Jamenei [el líder supremo] actúa como si fuera Dios» o «olvídate de Siria, mira a nuestros bolsillos» fueron coreados en las marchas. Otra diferencia es que el movimiento verde tenía líderes identificables. De ahora no se conoce ninguno en particular.

Las protestas han puesto en evidencia, una vez más, las luchas intestinas dentro del régimen, entre los sectores más moderados y reformistas que encarna el presidente, Hasan Rohani, y los más conservadores y ortodoxos, incluido el propio Alí Jamenei, que cuentan con los Guardianes de la Revolución como uno de los pilares.

Según los observadores mejor informados, las manifestaciones iniciales fueron aplaudidas por los duros del régimen para poner en la picota a Rohani, el máximo defensor del acuerdo nuclear y la apertura a Occidente. En un reciente artículo, el prestigioso think tank Internacional Crisis Group considera «muy significativo» que las protestas comenzaran en Mashad, «la ciudad de donde es originario Jamenei y un bastión de los oponentes a Rohani». «Muerte a Rohani» fue uno de los gritos que se oyó. Pero a los instigadores se les acabó yendo de las manos la protesta.

En cualquier caso, con el levantamiento de las sanciones y la devolución de decenas de miles de millones de fondos anteriormente congelados, al régimen iraní se le han acabado las excusas y ya no puede ocultar las fallas estructurales de su sistema económico. Porque lo cierto es que Irán, líder del mundo chií, destina cuantiosos recursos a su particular guerra con Arabia Saudí (suní) por la hegemonía en la región. Es una guerra muy costosa que se libra a través de partes interpuestas. Se libra en Yemen (donde Teherán apoya a los rebeldes hutís); en Líbano (con su tradicional patrocinio de la milicia chií Hizbulá) y sobre todo se libra desde hace ya casi siete años en Siria: junto a la inestimable ayuda y, en los dos últimos años, definitiva intervención militar de Rusia, Irán ha contribuido no solo a la supervivencia del régimen de Bashar al Asad sino a que este tenga ya ganada prácticamente la guerra.

La reacción a las protestas de uno y otro sector del régimen iraní de los ayatolás también ha sido distinta. Rohani afirmó que «no todos los que participan en las manifestaciones reciben instrucciones del extranjero» y reconoció que los manifestantes tienen agravios legítimos. En cambio, Jamenei y los Guardianes de la Revolución recurrieron al manido recurso de culpar al «enemigo exterior» y atribuir las protestas a una conspiración de EEUU, Israel y Arabia Saudí.

Por supuesto esta tesis no se sostiene. Pero el discurso beligerante del presidente de EEUU, Donald Trump, una vez más puesto en su papel de bocazas a golpe de tuit diario fustigando a Teherán, contribuye a darle visos de legitimidad. Y ha empezado a crear alarma en otros países occidentales. El presidente francés, Emmanuel Macron, afirmó que era importante «mantener el diálogo con Irán» y advirtió de que el tono de las declaraciones en EEUU, Israel y Arabia Saudí «es casi equivalente al que nos llevaría a una guerra». Más importante que los tuits, será lo que Trump decida el viernes, cuando tiene que optar entre continuar como firmante del acuerdo nuclear y levantar otras sanciones o abandonar el acuerdo -como ha amenazado con hacer-, no levantar las sanciones o incluso imponer algunas nuevas.