Rosemary Odwor tiene gesto de preocupación y no explica el motivo hasta pasado un rato de charla: su casera, de la tribu kikuyu (la del presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta), la está presionando para que ella, su marido y sus tres hijos (pertenecientes a la tribu lúo, la del líder opositor, Raila Odinga) le compren la chabola que les alquila en Kibera, una de las favelas más grandes de Nairobi. El motivo es que la propietaria no quiere pisar el arrabal -escenario de asesinatos, violaciones y saqueos durante la violencia postelectoral de 2007 y 2008 que dejó unos 1.300 muertos y 500.000 desplazados en todo el país- por temor a que se repitan estos acontecimientos tras las elecciones de este martes.

En aquella ocasión, el ya expresidente Mwai Kibaki (kikuyu y que contaba con el apoyo del ahora presidente Kenyatta) amañó las votaciones para prolongar su estadía en el poder cinco años más, a lo que Odinga, opositor entonces y ahora, respondió con una autoproclamación como vencedor y llamamientos a la protesta: sus partidarios, no solo lúo, sino también de otras tribus como la kalenjin, participaron en una violenta oleada que dejó escenas que recordaban a las del genocidio ruandés. Los kikuyu contraatacaron y la locura se zanjó con el establecimiento de un Gobierno de unidad nacional en el que Kibaki mantuvo la Presidencia y se creó el cargo de primer ministro para Odinga.

FUERTE CARGA TRIBALISTA

Ahora, Odinga vuelve a optar a la jefatura del Estado (es el cuarto y último intento, asegura el candidato) y Kenyatta se presenta a la reelección. Con discursos de fuerte carga tribalista durante la campaña, las alarmas han sonado en todo el territorio, Cruz Roja ha preparado un dispositivo especial por si los machetes y famosos locales se han hartado de hacer llamamientos por la paz. Nadie quiere que otro episodio sangriento vuelva a mandar al garete al país, de una extensión y población similares a las de España, solo que con un PIB equivalente a la mitad del de la provincia de Barcelona y un salario medio del equivalente a 250 euros al mes. Además, Kenia genera buena parte de su PIB en sectores que dependen casi al completo del exterior: el turismo y las exportaciones de té, café y ramos de flores.

El temor se ha apoderado de gran parte de los kenianos, que han hecho acopio de víveres e incluso han vuelto a sus lugares de origen (algunos porque están censados allí), puesto que cada tribu tiene una zona de procedencia y poco les puede suceder -en teoría- allí donde son mayoría. No contribuyen a la calma un asalto sin demasiadas consecuencias a la residencia del vicepresidente a 10 días de los comicios o el hallazgo, hace una semana, del cuerpo mutilado del jefe de servicios informáticos de la Comisión Electoral de Kenia. Asimismo, el hecho de que nadie haya sido sentenciado, a ningún nivel, como responsable de la violencia postelectoral de hace 9 años, fortalece la sensación de impunidad pase lo que pase. Y de esto se nutre la brutal corrupción de la que adolece Kenia.

DE LA CORRUPCIÓN AL SAQUEO

“Hemos pasado de la corrupción a un saqueo a lo bestia. Ahora hay proyectos enteros, gigantescos, que se crean con el propósito premeditado de robar”, asegura John Githongo, exconsejero presidencial anticorrupción. “En la corrupción tienes el negocio normal, con la vida, la sociedad y el gobierno funcionando, y la gente tratando de robar un poco a través de pequeñas tramas, engañando a Hacienda, inflando los contratos... ¡Pero esto! El propio contrato está diseñado para ser robado”.

Por eso, el premio por ganar las elecciones es goloso: acceso casi ilimitado a unos recursos de los que en estos momentos se saquea a un ritmo de en torno al 10% del PIB, según las estimaciones de Githongo. Y por eso cuesta tanto desengancharse del trono una vez alcanzado.

A pesar de que hay ocho candidatos a la Presidencia, solo Kenyatta (del Partido Jubilee) y Odinga (líder de la Súper Alianza Nacional, NASA, en inglés) albergan opciones. Ambos son millonarios, liberales, viejos rivales y de linaje político: son los hijos del primer presidente del país, Jomo Kenyatta, y del primer vicepresidente, Oginga Odinga, respectivamente. Casi la única diferencia es que ni Odinga ni los lúo han estado jamás al frente del país, mientras que Kenyatta es el tercer presidente kikuyu de los cuatro que ha tenido Kenia.

Para Titus, un trabajador del sector servicios padre de tres criaturas y residente en Nairobi, las elecciones se resumen en una fábula de funesta moraleja: “Es como si hubiera dos leones y tuvieras que elegir cuál quieres que te engulla”.