Si algo ha conseguido Donald Trump en los casi dos años que lleva en la Casa Blanca es reactivar el interés por la política, la consecuencia natural de una presidencia que ha dinamitado todas las reglas de lo que se consideraba políticamente aceptable. Las elecciones legislativas del martes están llamadas a ser las más multitudinarias de las últimas décadas, según se desprende de la masiva participación en el voto anticipado. Trump no estará en ninguna papeleta, pero su nombre entrará en todos los cálculos. El republicano ha querido hacer de estas elecciones un referéndum sobre su presidencia y el país le ha escuchado. Hay ganas de ajustar cuentas en los dos bandos. Está en juego el alma de América, la identidad de un país que Trump está transformando a marchas forzadas.

El martes se decide el control del Congreso o, lo que es lo mismo, la llave para legislar durante los dos próximos años. Esa llave está actualmente en manos de los republicanos, que controlan las dos cámaras desde el 2014, lo que ha dado vía libre a Trump para imponer su programa sin apenas restricciones. De ahí la trascendencia de estos comicios, en los que se renuevan los 435 escaños de la Cámara de Representantes y algo más de un tercio del Senado, 35 de los 100 escaños. Pero ese es solo el premio gordo. También está en liza la gobernanza de 36 estados, así como más de 6.000 escaños en los parlamentos estatales o 150 plebiscitos que plantean desde la legalización de la marihuana a un impuesto para penalizar las emisiones de dióxido de carbono.

Para los demócratas, estos comicios son un desafío existencial porque Estados Unidos es hoy más republicano de lo que ha sido en las últimas ocho décadas, según distintos análisis. El rechazo que Trump genera entre su electorado ha movilizado a sus bases como no se veía desde que Obama irrumpió en la escena política y, durante muchos meses, sus líderes han vendido una ola azul llamada a transformar el mapa del país. «Hasta ahora decía que si las elecciones se celebraran hoy ganaríamos. Ahora puedo decir que ganaremos», dijo esta misma semana Nancy Pelosi, su líder en la cámara baja.

Pero ese optimismo debería matizarse. Los demócratas tienen un 84% de probabilidades de recuperar la Cámara de Representantes, según el análisis de las encuestas de FiveThirtyEight. Les basta con recuperar 23 escaños de los 69 donde el resultado es incierto. Pero en el Senado sus probabilidades bajan al 14% a pesar de que les basta con darle la vuelta a dos escaños para recuperar la mayoría. En cualquier caso, la historia está de su parte. El partido en el poder tiende a ser castigado en las elecciones de medio mandato. En las tres últimas perdió como mínimo el control de una de las cámaras.

Los demócratas tienen también a su favor el dinero. Esta ha sido la campaña más cara en la historia de las legislativas, más de 5.000 millones de dólares gastados en anuncios y propaganda electoral. Trump no solo ha enfurecido a las mujeres progresistas, los profesores o los jóvenes con educación superior. También a las élites demócratas, que han puesto sus cuentas bancarias a disposición del partido, más de lo que han hecho los donantes republicanos. «No hace falta ser analista político para saber que mucho de esto está motivado por la ira hacia el presidente», dijo Sarah Bryner desde el Center for Responsive Politics, dedicado a rastrear la financiación electoral.

Si algo ha enseñado la historia reciente es que no hay que prestar demasiada atención a las encuestas. Trump ya las pulverizó hace dos años y muchas cosas atípicas han pasado en esta campaña, todavía más visceral que de costumbre. Primero fue el tumultuoso proceso para confirmar a Brett Kavanaugh en el Tribunal Supremo, el juez acusado por varias mujeres de abuso sexual, una batalla política que sacó a relucir la brecha cultural entre las dos Américas. Luego llegaron los paquetes bomba enviados por un fanático seguidor del presidente a destacadas figuras del entorno demócrata; la masacre antisemita de 11 feligreses judíos en una sinagoga de Pittsburgh; o la caravana de inmigrantes, explotada hasta la saciedad por Trump.

El estado boyante de la economía hubiera dado para una campaña luminosa, pero Trump ha optado por la demagogia y el miedo, la misma estrategia que le catapultó a la presidencia en el 2016. Ha presentado a los demócratas como una «turba furiosa» dispuesta a destruir las esencias de EE UU para transformarlo en «un país socialista como Venezuela». Y ha explotado los temores más primarios del electorado con la caravana de inmigrantes que trata de llegar hasta el río Grande. La presenta como una «emergencia nacional», un aluvión de «criminales» y terroristas que pretende «invadir» el país, cunado no son más que miles de desheredados hambrientos y descalzos.

«Yo no voy a estar en las papeletas, pero este será un referéndum sobre mí, así que hacer como si lo estuviera», dijo en un mitin en Mississippi. El resultado se inclinará hacia el partido que más gente logre levantar del sofá porque la participación tiende a ser baja en las legislativas (en el 2014 votó soló el 37% de los electores). Trump ya sabe lo que le espera si pierde al menos una cámara del Congreso. «Si no votáis, nos esperan dos años miserables», dijo recientemente a sus bases.