Se terminaron los seis meses de luna de miel desde su elección. El nuevo presidente mexicano, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO), toma posesión y a partir de hoy deberá hacer frente a la engorrosa herencia del anterior sexenio conservador para satisfacer las elevadas expectativas generadas entorno a una amplia transformación.

Sobre su mesa se encuentra con tres bombas de tiempo: desigualdad, delincuencia y violación de los derechos humanos, a las que recientemente se ha sumado la inmigración, un problema latente que con la caravana de 7.000 centroamericanos se ha tornado urgente. Dar solución a la crisis humanitaria en Tijuana pasa por lograr un entendimiento con la administración de Donald Trump sobre uno de los temas más espinosos entre ambos gobiernos. La concepción concesionaria de AMLO choca con la tolerancia cero de Washington.

El líder del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) deberá manejar con cautela esas cuestiones políticas para salvaguardar las relaciones bilaterales. La economía mexicana depende de Estados Unidos, su mayor consumidor con el 80% de las exportaciones. El recién firmado Tratado de Libre Comercio entre los países norteamericanos (TLCAN) otorga cierta certidumbre para afrontar el desafío mayúsculo: reducir la pobreza en la que vive un 40% de la población.

Sacar de la pobreza al 40% de mexicanos

Para ello, AMLO propone un New Deal a la mexicana con grandes inversiones en infraestructuras como el Tren Maya, la rehabilitación de tres refinerías o una línea ferroviaria bioceánica. Los megaproyectos generarían miles de empleos, pero requieren de una descomunal inversión público-privada.

El gobierno saliente de Enrique Peña Nieto mantuvo un crecimiento promedio del 21% del PIB, pero disparó la deuda externa al 53% del PIB del país, así como una reducción drástica de la recaudación. Las agencias calificadoras consideran esta deuda de riesgo medio, pero deja poco margen al gasto público. Mucho menos cuando AMLO se ha negado rotundamente a subir los impuestos.

A esas limitaciones se suma la incertidumbre creada entre los inversionistas privados y extranjeros a raíz de la consulta popular que frenó las obras del nuevo aeropuerto de México. Esas primeras señales muestran la dificultad para compatibilizar las promesas políticas con la realidad económica. Este agresivo plan desarrollista entra en desencuentro con las poblaciones afectadas, las minorías, y a su vez con la disponibilidad de recursos que requerirán mayor inversión privada. Seguro habrá un punto de quiebre en que alguna parte saldrá enojada, advierte a EL PERIÓDICO el economista Carlos Brown, del Centro de Análisis e Investigaciones Fundar.

Reducir una violencia en máximos históricos

La reducción de la pobreza influirá en el otro gran reto de disminuir la violencia. En 2017 se cometieron 29.168 homicidios, un 22% que el año anterior y el curso más violento en los últimos tiempos. Un récord que mes tras mes se supera este 2018. Para resolver la mayor preocupación de los mexicanos, AMLO ha propuesto la creación de una Guardia Nacional comandada por los militares para patrullar las calles.

Esa ampliación de las facultades del Ejército, como han reclamado numerosas organizaciones civiles, contradice su lema de campaña abrazos, no balazos y la desmilitarización de las calles que prometió. En ese sentido, las víctimas de violaciones de derechos humanos como la masacre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa tampoco se han convencido de la efectividad de los foros de paz, mesas de trabajo para resolver con premura esos atropellos de gobiernos anteriores.

La mayoría de atentados del Estado contra los derechos humanos vienen dados por el uso letal de la fuerza. Ese plan de seguridad es eficiente en cuanto al control de las líneas de mando, pero se requiere una policía preventiva, no reactiva, señala a este diario el politólogo Salvador Mora, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam), quien añade otro inconveniente: la centralización de la fuerza pública menoscaba las soberanías estatales (departamentales).

Sanear una administración enquistada y corrupta

La correspondencia con los poderes regionales y federales será una de las claves para aplicar el basto programa electoral. A fin de aligerar la enquistada administración pública, AMLO ha creado la figura de los superdelegados, que fungirán como enlace entre las secretarías del Estado y los gobiernos estatales. Para Mora, esto puede suponer un problema operacional, ya que pierde la confianza de las regiones, los servidores públicos, y pone en alerta a los organismos autónomos para defender su papel. Detrás de cada medida el presidente electo busca a su vez combatir la corrupción, un lastre transversal en el país.

AMLO asume el poder con el 60% de aprobación (aunque algunas encuestadoras aseguran que ha bajado diez puntos desde julio) y una abrumadora mayoría en el Congreso que reduce a la oposición a meros observadores. Un arma de doble filo. No habrá excusas para implementar las medidas prometidas, pero a su vez debe maniobrar con prudencia para garantizar la estabilidad política y económica evitando una deriva autoritaria.

Ante esa premisa el mandatario izquierdista se ha mostrado más pragmático desde su victoria electoral. Ganó las elecciones bajo el lema Por el bien de todos, primero los pobres, pero en su discurso de celebración citó en primer lugar que habrá libertad empresarial y que se reconocerán los compromisos contraídos con empresas y bancos.

El sexagenario dirigente mexicano llega al poder con una histórica ventaja en las urnas bajo la promesa de una Cuarta Transformación, que le concede un aire mesiánico al comparar su gestión con la Independencia o la Revolución. Un objetivo entre la pretensión y el propósito que ha avivado unas esperanzas sin precedentes después de 90 años de hegemonía conservadora. Arranca una nueva era de izquierdas en México, donde la realidad financiera y una ansiosa sociedad determinarán el éxito o fracaso de López Obrador en lograr un profundo cambio.