Se terminaron los seis meses de luna de miel desde su elección. El nuevo presidente mexicano, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO), toma posesión y a partir de hoy deberá hacer frente a la engorrosa herencia del anterior sexenio conservador para satisfacer las elevadas expectativas generadas en torno a las amplias reformas prometidas y que él ha bautizado como «cuarta transformación».

Sobre la mesa se encuentra con tres bombas de relojería: desigualdad, delincuencia y violación de los derechos humanos, a las que recientemente se ha sumado la inmigración, un problema latente que con la caravana de 7.000 centroamericanos se ha tornado urgente. Dar solución a la crisis humanitaria en Tijuana pasa por un entendimiento con la administración de Donald Trump sobre uno de los temas más espinosos entre ambos gobiernos. La concepción concesionaria de AMLO choca con la tolerancia cero de Washington.

El líder del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) deberá manejar con cautela estas cuestiones para salvaguardar las relaciones bilaterales. La economía mexicana depende de EEUU, su mayor consumidor con el 80% de las exportaciones. El recién firmado Tratado de Libre Comercio entre los países norteamericanos (TLCAN) otorga cierta certidumbre para afrontar el desafío mayúsculo: reducir la pobreza en la que vive el 40% de la población.

AMLO propone un new deal a la mexicana con grandes inversiones en infraestructuras como el Tren Maya, la rehabilitación de tres refinerías o una línea ferroviaria bioceánica. Los megaproyectos generarían miles de empleos, pero requieren de una descomunal inversión económica público-privada. El mandatario izquierdista se ha mostrado más pragmático desde su victoria electoral. Ganó bajo el lema Por el bien de todos, primero los pobres, pero en su discurso de celebración que «habrá libertad empresarial» y «se reconocerán los compromisos con empresas y bancos».