Son casi las cuatro de la tarde. Han pasado bastantes horas desde el estruendo que dejó hecha añicos la comisaría de policía y más de una cincuentena de cuerpos humanos. Los soldados norteamericanos tienen aún acordonado un amplio perímetro alrededor del lugar del atentado y no toleran ni un atisbo de acercamiento. "Go away, go away" (márchese, márchese ), nos grita un soldado apenas hemos dado un paso hacia su posición. Las cámaras de televisión intentan captar alguna imagen desde la terraza de una vivienda colindante.

Los soldados no dicen ni pío, pero no faltan iraquís dispuestos a dar su versión de los hechos. Cientos de hombres, la mayoría jóvenes, se agolpan y compiten para ver quién habla más fuerte. Por inverosímil que resulte su versión, parecen todos tenerlo muy claro. "Ha sido un misil norteamericano", asegura Fuad Saleh. Los demás asienten. "Vimos dos helicópteros que se acercaban al lugar. Cinco minutos después se produjo la explosión. Ha sido un misil lanzado desde un helicóptero", insiste.

"Mi tío pasaba por delante de la comisaría y ha resultado herido. Los americanos han roto la cámara a un periodista japonés porque no querían testigos. Ha sido un misil", afirma Basam Obais.

Indignación

Media hora después, los soldados se marchan. La multitud corre hacia el edificio policial, que está medio en ruinas. Un nutrido grupo se concentra rodeando un cráter que el artefacto explosivo, fuera del tipo que fuera, ha dejado frente a la comisaría. Para ellos es la prueba inefable de que el arma mortífera fue un misil norteamericano. La indignación va in crescendo , y empiezan a corear eslóganes: "Fuera, fuera, americanos", "Ni sunís ni shiís, unidad islámica", "Esperad judíos, el Ejército de Mahoma volverá".

Los escombros han sido retirados del interior de la comisaría y se amontonan en la entrada. El cuartel policial ha quedado reducido a las cuatro paredes. Algunos funcionarios policiales deambulan con el rostro desencajado. Un hombre se acerca y abraza a un oficial, que dice llamarse Taha. Se echan a llorar.

Los policías insisten en que fue un coche bomba. El gentío, en que fue un misil norteamericano. La tensión se eleva. Una puerta metálica retorcida intenta cerrar el paso. Sólo nos dejan entrar a los periodistas. Finalmente, a fuerza de presión, un grupo logra franquearla. Otros se encaraman a la planta superior. Los policías empiezan a disparar al aire y logran dispersar a los intrusos.

Incidentes

Al cabo de poco, entran dos hombres y acusan a un policía de haber herido a un amigo en el incidente. Empiezan los empujones, pero la cosa no pasa a mayores. Un agente sube a un coche y sale a toda velocidad. Nos acercamos al hospital y el panorama es desgarrador. En el patio, una mujer se revuelca por el suelo gritando y sollozando: "¡Era mi hijo, era mi hijo!" Dos hombres la levantan a la fuerza y se la llevan.

En un rincón del mismo patio, quedan una docena de cadáveres tirados en el suelo, a la espera de que algún familiar se haga cargo. A cada uno les han echado una manta por encima, pero con tan mal pata que no logran cubrir los cuerpos. O quizá alguien ha ido retirando parcialmente la manta en un intento de identificar a algún familiar.

A uno de los cadáveres le salen las piernas, ensangrentadas y ennegrecidas. Otro está decapitado. La escena es dantesca. Una se imagina que la prioridad era atender a los heridos. Los muertos, muertos están.

De pronto, tres hombres cargan uno de los cadáveres en una camioneta descubierta. Otro hombre se acerca sollozando, se queda de pie junto al vehículo agarrando el brazo del cuerpo sin vida. "Me has dejado solo, me has dejado solo", repite. Es un hermano de la víctima.

Franqueamos la entrada del hospital. Es imposible no encontrarla. El camino está marcado por un reguero de sangre que se prolonga por el vestíbulo. Los heridos ingresados en este centro son los menos graves. Cuando nos marchamos, un hombre nos aborda: "No olvide escribir que ha sido un misil norteamericano". Nada ni nadie les hará cambiar de idea.