Los ecos del rechazo por parte del Senado de la ley para despenalizar el aborto están lejos de silenciarse en Argentina. La imagen de miles y miles de mujeres llevándose a sus casas el sabor amargo de la frustración han situado al Gobierno de derechas del presidente Maurico Macri frente a un difícil dilema. El mandatario ha favorecido el debate parlamentario pero nunca ha ocultado su rechazo a la reforma. De hecho, el 80% de los senadores macristas votaron en contra. En todo caso, el Gobierno dejó claro ayer que no tiene la intención de convocar una consulta popular para que la población decida sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Las encuestas aseguran que un 70% de las mujeres votarían a favor. El diputado de Cambiemos (oficialismo) Daniel Lipovetzky fue quien propuso someter la ley a referéndum popular cuando vio que iba a ser rechazada en la Cámara Alta. «No creemos que sea una opción», señaló sobre la consulta el jefe del Gabinete de Ministros, Marcos Peña. La mujer de Peña participó en las manifestaciones a favor de la despenalización que se desarrollaron alrededor del Senado el día de la votación, una muestra más de la gran división que genera este tema entre los argentinos.

RESPUESTA / El Gobierno intuye que debe dar alguna respuesta a esa mayoría de mujeres partidarias de reformar la ley. Por eso Peña dijo que el Ejecutivo no descarta eliminar las condenas a prisión para las mujeres que aborten. Eso podría producirse en dos semanas cuando está previsto que el Congreso discuta la reforma del Código Penal vigente.

Miembros del movimiento feminista han tomado rápido nota de las palabras de Peña pero para recordar que, si bien el fantasma de la cárcel dejaría de rondar sobre las que deciden interrumpir el embarazo, en nada cambiaría el carácter clandestino de la intervención sobre sus cuerpos. El papel del Estado quedaría fuera de las discusiones sobre un problema mayúsculo. Sin políticas públicas que incluyan la gratuidad del aborto legal y seguro, solo se beneficiarían aquellas mujeres que pudieran pagar la intervención fuera del país o en clínicas que disimulan los procedimientos. La mayoría de las 500.000 mujeres que se calcula cada año abortan clandestinamente en Argentina, seguirían acudiendo a quirófanos precarios o improvisados.

Por eso, tarde o temprano, el tema deberá de volver a ser debatido en el Congreso. «Treinta y ocho senadoras y senadores han desoído el grito de millones de mujeres, pero a la ola verde no la van a poder frenar», dijo Victoria Donda, una diputada que nació en un campo de concentración durante la dictadura y que tiene a sus padres desaparecidos.

Hace siete años que la ley de interrupción voluntaria del embarazo se presenta sistemáticamente cada vez que se inicia las sesiones del Congreso. Pero no ha sido hasta este 2018 cuando se han creado las condiciones para que se haya podido tratar y discutir en la Cámara de Diputados, donde el pasado mes de junio obtuvo el visto buenos de los parlamentarios.

En la votación de la madrugada del jueves en el Senado, la reforma se frenó por tan solo siete votos. De haber salido el sí el país se hubiera convertido en el tercero de América Latina en permitir a las mujeres decidir sobre su cuerpo con financiación del sistema de salud estatal. La presión de la Iglesia sobre los legisladores ha surtido efecto.

Cuando la pizarra del Senado mostró la victoria del no a la ley, los defensores de «las dos vidas» que se habían concentrado frente al Congreso se abrazaron, rezaron y se encomendaron otra vez al cielo. Separados por una larga valla y un buen número de policías de los partidarios de la despenalización -los que forman parte de la llamada «ola verde»- se distinguían por sus crucifijos, imágenes religiosas y, sobre todo, por la escultura gigante de un feto que era venerado como si se tratara de un tótem. Los gritos atronadores vinieron del otro lado y también se escucharon dentro del recinto. Los participantes de la ola verde prometieron volver a salir cuando sea necesario. Madres, hijas, abuelas y nietas. «La revolución de las hijas implicó una ruptura de género y generacional», señaló Luciana Peker, del movimiento feminista. El promedio de edad de las senadoras y senadores es de 57 años. La senadora y expresidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner, que tiene 65 años y que durante su mandato se negó a impulsar la ley, dijo durante el debate que cambió de opinión al constatar la potencia de lo que sucedía en las calles. Pero, como reconoce Peker, «las jóvenes abortan, pero no votan; los senadores votan, pero no abortan».