Emmanuel Macron vuelve a la casilla de salida, a la división entre nacionalistas y europeístas que hace un año marcó su duelo con Marine Le Pen durante la campaña electoral que le llevó al Elíseo con la promesa de aplicar una política transversal lejos del patrón izquierda-derecha. El presidente francés no ha olvidado «ni la cólera ni el miedo» que tenían los ciudadanos entonces y ayer intentó convencer a senadores y diputados reunidos en Versalles de que su proyecto para modernizar el país y combatir sus desigualdades endémicas sigue siendo válido.

Fue la segunda vez que Macron convocó el Congreso en el palacio de Luis XIV -una cita anual inspirada en el tradicional discurso del presidente de Estados Unidos sobre el Estado de la Unión- pero esta vez no llegaba con el viento a favor. La Francia Insumisa de Jean Luc Mélenchon y el ala derecha de los conservadores capitaneados por Laurent Wauquiez boicotearon el acto. Los primeros para denunciar su estilo «monárquico» de ejercer el poder y los segundos porque ven en la reforma constitucional del presidente un «ataque con bazucas» al Parlamento. Los sondeos tampoco son buenos. Macron acumula decepciones a derecha e izquierda y tres de cada cuatro franceses ven injusta su política. No ven resultados tangibles.

Con esa marea de fondo, no es extraño que Macron empezara una alocución de hora y media diciendo que comparecía «con humildad» pero decidido a seguir adelante con sus planes reformistas, aun siendo consciente de que no tendrá éxito en todo.

«Soy consciente de la distancia entre la amplitud de las reformas y su percepción», admitió. Por eso, y porque incluso en sus propias filas le reclaman con fuerza un giro social, Macron dijo que la prioridad en 2019 será «crear el estado del bienestar del siglo XXI emancipador, universal y eficaz».

Aunque, fiel a su filosofía, defendió que no hay política social sin una economía fuerte que permita un «reparto del pastel». «No me gustan las castas, ni las rentas ni los privilegios», añadió en tono defensivo. A la piel de Macron sigue pegada la etiqueta de «presidente de los ricos» y nada indica que vaya a deshacerse de ella.

Pese a todo, lo intentó con algunos anuncios de corte social como un plan de lucha contra la pobreza que se presentará en septiembre, una futura ley de dependencia o una reforma del sistema sanitario. Su objetivo es combatir lo que ha denominado una «desigualdad de destino» que ancla en la marginalidad a quienes han nacido en un medio desfavorecido. También propuso un «nuevo contrato social» para implicar a las empresas en la creación de empleo en los barrios depauperado.

RELACIÓN CON EL ISLAM / En otoño tomará forma la nueva relación con el islam francés, un asunto altamente sensible. «No hay ninguna razón para tener dificultades con el Islam, pero hay una lectura radical que pone en duda las reglas de una sociedad libre. Por eso, aclararemos esta situación con un marco que garantice que el islam se ejerce con arreglo a las leyes de la República», avisó.

Y respecto a la gestión de la crisis migratoria Macron dejó claro que Francia rechazará «organizar deportaciones a través de Europa» para no alimentar el miedo a los extranjeros. «La verdadera frontera es la que separa a los progresistas de los nacionalistas», señaló con la vista puesta en las próximas elecciones al Parlamento Europeo.

La seducción en el palacio de Versalles no funcionó. Las mismas críticas que se escucharon antes del discurso se repitieron después. «Es feliz siendo presidente. No quiere cambiar nada», dijo el líder de los socialistas, Olivier Faure. «Al final nos da la razón con su visión sobre soberanistas y europeístas. Estamos nosotros y él», resumió la ultraderechista del Frente Nacional, Marine Le Pen.