Toda la mañana ha sido un estira y afloja constante. Los refugiados, amontonados en la puerta de Pazarkule, uno de los pasos fronterizos entre Turquía y Grecia, apretaban, se acercaban y amenazaban con lanzarse a por ello. Ahora sí que sí, se decían. La policía griega, por su parte, aguantaba, levantaba un muro de alambre de espino ante los refugiados y lanzaba, como una lluvia constante, cada pocos minutos, gases lacrimógenos.

Los griegos, de hecho, han lanzado tantos botes de gas, que algunos han caído dentro del recinto donde están los militares turcos, en el lado turco de la frontera. Los soldados turcos se iban enfadando. Al final, hartos, han acabado disparando algunas ráfagas de metralleta al aire.

La policía griega, sin embargo, conseguido su objetivo: ninguno de los cerca de 5.000 refugiados y migrantes que han llegado a Pazarkule hasta este sábado ha cruzado al lado griego de la frontera. Pero la victoria griega es parcial: los refugiados no se mueven. Está por ver si lo van a hacer, porque van llegando decenas más a cada hora que pasa.

«Llegué el viernes por la noche y no voy a moverme de aquí hasta que nos dejen pasar —dice Vehat, un sirio que lleva tres años viviendo en Estambul—. Abandoné mi trabajo, que era malísimo pero era un trabajo, por esto y para venir aquí. ¿Y ahora qué voy a hacer? No voy a volver a Estambul. No. Yo me quedo».

Inmigrantes y refugiados esperando pasar a Grecia / AP Photo (Emrah Gurel)

Si lo hace, Vehat tendrá que quedarse —hasta que pueda cruzar a Grecia, algo que no es para nada seguro— en una pradera aledaña al puesto fronterizo turco, donde todos los refugiados que han llegado a Pazarkule han decidido acampar; algunos con tiendas de campaña; otros, la inmensa mayoría, al raso y a la merced de las inclemencias del invierno. Como todo el mundo se pensaba que cruzar a Grecia sería rápido, nadie trajo comida. A cada hora, si hay algo de suerte, los que pueden agarran unas cajas de alimentos que traen ACNUR y la Media Luna Roja.

“SEGUIRÁN ABIERTAS"

El primer ministro turco, Recep Tayyip, Erdogan, ha hablado en público por primera vez este sábado, desde la muerte de los 34 soldados turcos en Siria este pasado jueves, ha hablado en público. Su discurso era esperado. Se ha despachado a gusto: «¿Qué hicimos este viernes? Abrimos las fronteras. Y no las cerraremos. ¿Por qué? Porque la Unión Europea debe cumplir sus promesas», ha dicho el presidente turco, que se queja, siempre que puede, de que la UE le prometió 6.000 millones de euros en el pacto de 2016 y que aún no ha sido entregado todo el dinero a cambio del cual su Gobierno se comprometió a parar el flujo migratorio hacia Grecia.

Erdogan ha cuantificado entre 25.000 y 30.000 las personas que este sábado pueden tratar de llegar a Grecia, que relaciona el cambio en la política migratoria con el apoyo que, a su juicio, muchos países han prestado a las milicias kurdas en Siria o al propio régimen de Damasco y a la presión que recibe Turquía esde la frontera siria. Allí, huyendo de la guerra y las bombas de Bashar el Asad, el presidente sirio, y Rusia, hay un millón de sirios esperando entrar a Turquía. «No estamos en situación de recibir otra ola de refugiados», ha dicho Erdogan. De momento, sin embargo, la frontera turca con Siria sigue cerrada. La única que ha abierto Erdogan es la que va a Europa.

ESPERAR A NO SE SABE QUÉ

Grecia ha afirmado por activa y por pasiva que no va a dejar que los refugiados que se amontonan en su frontera con Turquía pongan un pie en territorio heleno. En el campo improvisado de Pazarkule, la gente, que lo ha abandonado todo por la promesa del Gobierno turco de poder continuar hacia Europa, está desconcertada.

Algunos inmigrantes descansan en tiendasd de campaña y otros al raso. (AP Photo Emrah Gurel)

«No tengo ni idea de qué va a ocurrir ahora —dice Periz, una mujer iraní que ha llegado a la frontera con su marido y su hija de un año—. Me parece que nos hemos convertido en un juego para Erdogan, como unos peones. Él quiere algo, no sé que es, y nos usa para conseguirlo. Creo que abrir la frontera está bien, es una buena decisión, pero ¿qué sentido tiene abrirla si sabes que los otros la van a cerrar? ¿Sabía él que la cerrarían? ¿Por qué juegan así con nosotros? No lo sé. No tengo ni idea, pero lo que tengo muy claro es que en Turquía no nos vamos a quedar».

Periz, explica, huyó de Irán por motivos políticos. Ella era profesora de francés y su marido, ingeniero. En Turquía, ella nunca pudo encontrar trabajo; su marido tuvo que reconvertirse en pastor de ovejas. «Su amo le maltrataba, le robaba y no le pagaba. No tenemos nada. Por eso estamos aquí. No tenemos más opción que irnos. ¿Qué vamos a hacer?», se duda Periz. En Pazarkule, en las puertas de Europa, nadie tiene respuesta a esa pregunta.

Ya al atardecer de este sábado, mientras algunos se preparaban para pasar la noche en la intemperie —rezando para que, a diferencia de ayer, hoy no llueva—, algunos hombres iban gritando entre la maleza, las piernas, las fogatas y las cabezas de refugiados que llenan el lugar. Ofrecían sus servicios a todo aquel que estuviese ya harto: «¡Estambul! ¡Estambul! ¡100 liras, a Estambul!».