Choi Eun-hee nunca interpretó un guión más inverosímil que su biografía. La actriz fue una temprana diva en Corea el Sur, fue secuestrada para satisfacer los delirios cinéfilos de Kim Jong-il y escapó anos después en un festival en Viena. Murió ayer a los 92 años por complicaciones renales, un colofón necesariamente mundano tras tanta agitación.

Choi nació en 1926 en la provincia surcoreana de Gyeonggi, debutó en el cine a los 21 años y pronto alcanzó la fama. Con su marido y director, Shin Sang-ok, formó un tándem imbatible que produjo más de 130 películas en la época dorada del cine surcoreano. Pero a finales de los 70 sus carreras languidecían y la dictadura había revocado la licencia a su productora.

También el cine mortificaba a Kim Jong-il al otro lado de la alambrada. El ministro de Cultura y Propaganda y futuro heredero del reino deglutía películas de Rambo, Elizabeth Taylor, James Bond y todo lo que sus embajadores le enviaban. Le sobraba entusiasmo y dinero para convertir la industria cinematográfica norcoreana en una potencia para competir en festivales internacionales pero el gremio iba más sobrado de entusiasmo propagandístico que de conocimientos sobre dónde colocar la cámara en un contrapicado. Faltaba talento y lo robó.

Un presunto empresario hongkonés contactó con Choi y la citó en la excolonia británica con ambiciosos planes para reflotar su carrera. La actriz juzgó que las reticencias de su marido, sorprendido porque un cine tan vigoroso como el hongkonés necesitara de una veterana actriz surcoreana, nacían en la envidia. Fue capturada por un grupo de agentes en la playa, drogada y subida a una lancha primero y a un carguero después. Ocho días después estaba en un palacio de Pyongyang. Shin la buscó desesperadamente por Hong Kong hasta que seis meses después de su secuestro alguien le puso una bolsa en la cabeza y terminó en Pyongyang. El rechazo del director a colaborar le mantuvo encarcelado y sólo cuatro años después, tras varios intentos de huida, prometió lealtad eterna y pudo reencontrarse con Choi en una recepción en la capital.

El documental “Los amantes y el déspota” incluye conversaciones con Kim Jong-il que la pareja grabó clandestinamente. El líder se disculpa por las formas, promete fondos ilimitados para sus películas, lamenta el nivel subterráneo de la industria nacional e incluso bromea con su estatura. Choi desvelaría en su biografía “Confesiones” que Kim la raptó porque era su actriz favorita. El padre del actual dictador les puso frente a su colección de 15.000 cintas, una delirante mezcla de fanfarria comunista y éxitos de Hollywood, con el deber de escribir cuatro críticas diarias.

Pero la historia hablará de sus 17 películas, desde dramas lacrimógenos a thrillers con explosiones de trenes, que renovaron la casposa uniformidad publicitaria. Choi incluso ganó en 1985 el premio a la Mejor Actriz en el festival de Moscú con la película Salt. Y después está Pulsagari, probablemente la película norcoreana más célebre y, eso seguro, la más delirante.

Kim se había empeñado en un Godzilla patrio a pesar de su desprecio por todo lo japonés. Tampoco ahorró en gastos. El equipo de efectos especiales de la original e incluso el actor que se enfundaba el traje de la bestia fueron contratados para rodar en China pero aterrizaron en Pyongyang y fueron colmados de atenciones y lujos. Pulsagari se aliaba con los campesinos para derrocar a un emperador cruel y Kim vio ahí una brillante metáfora socialista sobre la lucha del pueblo contra la codicia y la opresión de los poderosos, muy probablemente sin verse representado. La consideró la obra maestra definitiva y permitió que Choi y Shin la defendieran en el festival de cine de Viena. La pareja pidió asilo en la embajada estadounidense y Kim retiró sus nombres de los créditos y prohibió la exhibición de sus películas. La pareja vivió una década en el exilio antes de regresar a Seúl.

Nadie más ha disfrutado de la oportunidad de dirigir la industria cinematográfica de un país entero ni de un productor ejecutivo tan entusiasta y desprendido como Kim Jong-il. Algunas de sus declaraciones posteriores lindan con el síndrome de Estocolmo y, de hecho, no han faltado quienes dudan de la versión oficial del secuestro.

Cientos de ciudadanos, especialmente japoneses, fueron secuestrados en las calles o playas y nunca más regresaron. Muchos fueron destinados a enseñar lenguas extranjeras. La lógica fue la misma: faltan profesores, robamos profesores.