En las últimas dos décadas, bajo las presidencias de George Bush y Barack Obama, los inmigrantes en Estados Unidos y los activistas que trabajan con ellos han sufrido y visto situaciones y políticas difíciles y duras. Pero en ese tiempo nunca el trato del Gobierno estadounidense se había deshumanizado como lo ha hecho con la Administración de Donald Trump, especialmente con los niños.

La política de «tolerancia cero» con quienes cruzan la frontera sin papeles, la decisión de juzgar esa falta en el sistema penal, la elección gubernamental de separar a los menores de los adultos y la falta de un plan para reunificar a las familias afectadas ha desatado una auténtica crisis humanitaria. El lunes, ProPublica colgó una grabación donde se escucha a niños llorando desconsoladamente (mientras un agente de la Patrulla Fronteriza cree oportuno bromear diciendo «tenemos una orquesta, nos falta el director»).

El propio gobierno ha facilitado imágenes de centros donde inicialmente son trasladados los menores. Y aunque esas instalaciones con espacios enjaulados ya se usaban en la época de Obama, suman un elemento a una situación traumática sin precedentes que ha disparado el clamor para que Trump le ponga fin.

RÉDITO POLÍTICO / No hay indicio alguno de que vaya a hacerlo un presidente que hizo de la criminalización de la inmigración un eje de campaña, le sacó rédito político y se ha rodeado de personajes de línea dura extrema como el fiscal general Jeff Sessions o Stephen Miller, su principal asesor político. Al contrario. Ayer, Trump insistía en defender su decisión y horas antes de acudir al Congreso donde los republicanos iban a presentarle dos propuestas de reforma de ley de inmigración que se debatirán mañana, seguía mostrando su disposición a no dar marcha atrás. Volvía a acusar falsamente a los demócratas de ser responsables, dramatizaba y exageraba datos sobre la inmigración y confirmaba que, bajo su mando, los menores son moneda de cambio mientras busca objetivos políticos y electorales.

Para entender la crisis hay que remontarse a abril, cuando Sessions anunció públicamente que se había empezado a aplicar la «tolerancia cero». Cruzar ilegalmente la frontera es una falta reglamentada desde que en 1952 el Congreso controlado por los demócratas aprobó la ley de inmigración y nacionalidad, una norma que el presidente también demócrata Harry Truman intentó vetar por «antiamericana». Lo que la Administracion había decidido es juzgar la ofensa no en el sistema de justicia civil, sino en el penal.

Al convertir a todos en criminales se abrió las puertas a la separación de las familias. Al ser aprehendidos en la frontera, los adultos son detenidos y quedan bajo control del ICE (dependiente del Departamento de Seguridad Nacional) mientras esperan su proceso de deportación o, si lo consiguen, vistas para reclamar asilo. Los menores (tanto los que llegan con adultos como los que cruzan solos) no pueden ser encarcelados. Los que no proceden de México no pueden ser deportados por una ley contra el tráfico de personas firmada en el 2008 por George Bush. El acuerdo Flores de 1998, modificado por un tribunal federal en el 2016, tampoco permite retenerlos en custodia del Departamento de Salud y Servicios Sociales más de 20 días. Y ahí la Administración Trump ha creado la pesadilla.

TRES OPCIONES / La modificación judicial del Acuerdo Flores dio la opción de o bien liberar a adultos y menores juntos, aprobar una ley que permitiera la detención familiar o romper las familias, la opción que ha elegido Trump, que en los primeros 15 meses de su mandato había liberado a cerca de 100.000 inmigrantes, incluyendo más de 37.500 menores que habían llegado solos y más de 61.000 miembros de familias.

La separación es solo la primera parte del trauma. Los menores liberados en principio deben quedar en manos de familiares u hogares que los acogen (conocidos como esponsors), pero muchos son inmigrantes sin documentos que, ante las endurecidas políticas de Trump, tienen más temor de acudir a recoger a los menores y quedar registrados por las autoridades. Eso aboca a muchos pequeños a la red pública de refugios o familias de acogida por todo el país.

Incluso si los padres consiguen quedarse en EEUU deben costearse el traslado para ir a recoger a sus hijos, a menudo a miles de kilómetros de distancia. Y la Administración no tiene un plan definido para reunificar a los menores con sus padres, ni en EEUU ni si son deportados.

Desde la Unión Americana de Libertades Civiles (que ha denunciado ante los tribunales que las separaciones se están realizando incluso cuando se pide asilo en puntos de entrada legales) hablan de «caos total» y de «la política más espeluznante» que han visto en décadas. Y Steven Wagner, un funcionario de Salud y Servicios Humanos, ha reconocido que no saben cuántos niños han reunido.

Según datos oficiales, 11.785 niños estaban este lunes al cuidado de Salud y Servicios Sociales, donde los refugios están al 94% de su capacidad y donde la custodia se está prologando hasta una media de 57 días. La mayoría de los menores llegaron solos a EEUU pero al menos 2.500 han sido separados de sus padres en los dos últimos meses y el ritmo medio de separaciones es de 70 al día.