«En Guinea Ecuatorial prácticamente no hay torturas», sostenía Teodoro Obiang en una entrevista con TVE el año pasado. Interpelado sobre la magnitud de ese «prácticamente», el dictador trataba de zanjar el tema con una actitud entre la sorpresa y una indisimulada incomodidad: «Ellos [la oposición guineana] tienen que decir qué es lo que entienden por torturas. No hay ningún opositor en prisión». Una respuesta que bien podría ser la carta de presentación de los 40 años que Obiang (Acoacán, 5 de junio de 1942) cumple hoy como jefe de Estado y que le convierten en el dirigente en activo más longevo de todo el mundo, si no se cuentan los regímenes monárquicos.

Cuatro décadas de singladura política en los que ha dirigido el país con puño de hierro, desvaneciendo cualquier atisbo de esperanza con la que buena parte de sus compatriotas recibieron su ascenso al poder. Su mandato está señalado por la vulneración de derechos humanos y salpicado por el hallazgo de ingentes reservas petrolíferas de las que se han servido el presidente y su cohorte para lucrarse casi obscenamente mientras la riqueza pasa de largo por las vidas de sus súbditos.

No era esa la hoja de ruta que había prometido a su pueblo el 3 de agosto de 1979, cuando el entonces viceministro de Defensa lideró un golpe de Estado con el que despojaría del poder a su propio tío Francisco Macías Nguema, conocido como el Tigre por sus cruentos métodos para maniatar a sus adversarios políticos y a la opinión pública.

INSTRUCCIÓN EN ZARAGOZA / Por entonces, Obiang era un joven teniente coronel formado en la Academia Militar de Zaragoza, denotando los estrechos lazos que Guinea mantenía con España pese a que dejó de ser su colonia 11 años atrás. Poco tardó en comprobar su pueblo que casi nada había de ese «golpe de libertad», como el gerifalte calificó el alzamiento militar.

Prueba de la desesperanza que asola al país es la decena de nuevos levantamientos militares que Obiang sostiene haber abortado estos años, incluyendo tentativas de magnicidio. Descontento que no casa con las abrumadoras victorias que ha cosechado en las cinco citas con las urnas celebradas bajo su mandato y que chirrían al escuchar las denuncias de fraude electoral que sostienen oenegés internacionales y una oposición maniatada. Son tan frecuentes las detenciones de opositores como sus huidas desesperadas, con España como uno de los destinos prioritarios. En las últimas elecciones, en el 2017, el Partido Democrático de Guinea Ecuatorial obtuvo 99 de los 100 escaños en juego. Durante los cinco días posteriores, el acceso a internet en el país se vio «gravemente interrumpido», según Amnistía Internacional.

Cunde la desesperanza de forma inversamente proporcional en un país al que se le presentó una oportunidad única en los 90, cuando se descubrieron vastos yacimientos de crudo en sus aguas territoriales. Un hallazgo que ha encumbrado a Guinea Ecuatorial hasta el primer puesto de PIB per cápita de todo el continente, pero que no trasluce en la calidad de vida de los ciudadanos.

Pero ni siquiera las acusaciones de torturas, las detenciones arbitrarias y la vulneración sistemática de los derechos humanos denunciada por las Naciones Unidas suponen la justificación definitiva para que las potencias occidentales aíslen al mandatario y le obliguen a renunciar. Por más políticamente incorrecto que resulte, el potencial petrolífero es un estímulo suficiente para que Aznar, Zapatero, Rajoy y el Rey emérito figuren en el álbum fotográfico institucional del mandatario centroafricano.