Que Viktor Orbán gane en Hungría, con una oposición incapaz de ponerse de acuerdo para frenarlo, no es una sorpresa; que su Gobierno pueda condicionar la política de la derecha europea, y como consecuencia de la UE, en cambio, sí lo es. Hace tiempo que sus políticas están en el punto de mira, hace tiempo que se pregunta a los populares europeos si un Gobierno xenófobo, antiinmigración y antieuropeo no es la línea roja de la coalición de conservadores mayoritaria en Europa, pero nada hasta ahora ha parecido suficiente par expulsarlo de un grupo que no solo no ha sabido definir dónde están esas líneas, sino que a fuerza de escuchar sus argumentos ha ido asumiendo algunos como propios, en vez de enseñarle la puerta de salida.

No fue suficiente con una ley que se cargó la libertad de prensa en Hungría, tampoco la que limita el papel de las organizaciones de la sociedad civil. Orbán ha ido socavando poco a poco los principios que cimientan la democracia, en la que jamás ha creído. En su deriva ha ido apartando a todos los sectores críticos con el poder y, por supuesto, a todos los que levantan sospechas de corrupción o los que le acusan de utilizar arbitrariamente el dinero público para financiar campañas de difamación.

Muchos húngaros esperaban la presión de la UE para evitar que acabara convirtiendo su país en un cortijo, pero nadie acudió en su auxilio. Más bien al contrario, su discurso se ha ido extendiendo y filtrando en muchos de sus socios del grupo popular europeo ¿Podrán expulsarlo en la próxima asamblea?

Coincidiendo con la crisis migratoria del 2015, en una rueda de prensa conjunta quedó bien claro que el concepto de solidaridad dividía entonces a los conservadores. Para Merkel significaba garantizar el derecho de asilo a los que llegaban; para Orbán, construir vallas y devolver a los que, jugándose la vida, pudieran franquearla. ¿Quién ha ganado?

Con la amenaza de la ultraderecha alemana se ha borrado el último atisbo de una respuesta coherente y el discurso antiinmigración y xenófobo ha calado en todos los parlamentos nacionales. Desde entonces, por el interior de Europa han ido proliferando vallas y concertinas, un paso previo al final de la libre circulación y al compromiso de un espacio común de libertades y derechos.

Camuflado con piel de oveja, Orbán ha sido el infiltrado de las fuerzas antieuropeas marginales pero con el apoyo de los populares europeos. El problema no es tanto tener a un emulador de Putin gobernando un país de la Unión, que también. El problema es que muchos de los argumentos por los que debería ser expulsado del grupo popular europeo ya no son tan diferentes entre el resto de partidos, incluidos algunos de izquierda. Por eso sería todo un gesto que finalmente el partido de Viktor Orbán sea expulsado esta semana del grupo popular europeo. No tanto por aislar al autócrata como por explicar las causas y comprobar que todavía hay líneas rojas entre los populares europeos y los populistas ultra ¿O no las hay?