El problema de pedir perdón por atropellos históricos es que detrás de un gesto de empatía pueden llegar demandas millonarias. En América Latina viven más de 45 millones de indígenas repartidos en 800 pueblos que hablan en 590 lenguas. Son los olvidados en este intercambio oral de bravuras nacionalistas, la de ida de Manuel López Obrador, y las de vuelta desde una España sumida en la hiperventilación permanente.

Nacer indígena equivale a padecer una doble invisibilidad, la que da la pobreza y la del racismo. Pertenecen a estirpes que estaban allí antes de la conquista (ocupación) de América. Son personas sin derecho a voz, y cuando la alzan en defensa de sus tierras, como la líder lenca de Honduras, Berta Cáceres, son asesinados desde la impunidad porque los que mandan matar nunca salen en la foto. Más allá de las matanzas, y de la muerte por enfermedades para las que sus organismos carecían de defensas adecuadas, los pueblos indígenas latinoamericanos son ciudadanos de segunda en sus países. No se movieron de la tierra mientras que hombres blancos, con casco o sin él, explotadores o libertadores, iban cambiando los nombres extranjeros de las cosas de toda la vida. Son los perdedores de las conquistas y de la liberación. Son los nadies.

Tierras robadas

Representan el 8% de los habitantes de Latinoamérica. Son mayoría en Bolivia (62,2%), donde al final llegaron al poder con Evo Morales. En Guatemala (41%) fueron masacrados durante las dictaduras militares financiadas y armadas por EEUU. También han sufrido represión en Perú (24%) y en México (15%), donde se alzaron en armas en Chiapas en enero de 1984 para lograr visibilidad. Les roban las tierras de sus antepasados en aras de un progreso cuyas ventajas siempre pasan de largo. El Banco Mundial denunció hace un par de años en el informe Latinoamérica indígena en el siglo XXI que estos pueblos apenas se han beneficiado de la salida de la pobreza de 70 millones de latinoamericanos en los años de bonanza, anteriores de la crisis de 2008.

Uno de los primeros retos a los que se enfrentan es la educación, muy relacionado con la pobreza. En los hogares en los que apenas hay alimentos, la escuela nunca es prioridad. La gran barrera para escapar de la miseria estructural es el idioma que limita el acceso al mundo del trabajo. El idioma nativo desempeña un doble papel: les cohesiona y ayuda en mantener las costumbres y sirve de barrera frente a un mundo exterior por lo general hostil.

La tierra lo es todo. En ella están los antepasados; y su seña de identidad, la que les permite sentir la pertenencia. Muchos de estos pueblos carecen de títulos de propiedad sobre el terreno en el que viven desde hace siglos, y los que lo tienen fueron expedidos por la corona española.

Son las empresas mineras extranjeras las que les expulsan apoyados por gobiernos locales corruptos, a menudo autoritarios como en Honduras y Nicaragua. Es la fiebre del aceite de palma la que les echa de su hábitat. No solo es una cuestión humanitaria, también es ecológica. El 48% de los bosques centroamericanos sobreviven gracias a los pueblos indígenas que los protegen y cuidan.

El Brasil de Bolsonaro va a ser una bicoca para los buscadores de fortuna, locales y foráneos. Pagarán las consecuencias las tribus amazónicas y un planeta en mutación climática que puede perder su principal pulmón. El negocio es la madera, los minerales que demandan nuestros teléfonos móviles, los ordenadores y los juguetes. Y está el petróleo.

El Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe estima que 25 millones, casi el 50%, se mudarán a las ciudades en diez años. Huyen de la pobreza, del robo de sus tierras y de la desesperanza. Allí les espera desarraigo y explotación laboral y sexual. No existe Eldorado para ellos. Cuando se habla en su nombre para exigir disculpas, que las merecen, debería tenerse en cuenta que su desgracia es continua y eso es algo que se obvia. Empieza hace 500 años y sigue hoy. Algunos de sus maltratadores tienen mando político y poder para cambiar su suerte.

Revisar la historia con la mirada ética del siglo XXI acabaría convirtiendo a Alejandro Magno, a quien consideramos un gran conquistador que llevó la cultura y la civilización griega a Asia Central, en un genocida. Es más fácil recalificar lo que se sitúa lejos en el tiempo y en el espacio que enfrentarnos a lo que está delante de nuestra tele, que sirve de ventana y muro. Desde él hacemos zapping, de los muros de Trump a los muertos del Mediterráneo, sin pararnos a pensar un minuto si somos inocentes o culpables.