Los disturbios callejeros han vuelto a Hong Kong cinco años después de la revuelta de los paraguas. Policías y manifestantes se enfrentaron durante la jornada en la que debía debatirse una ley de extradición que desde la isla es percibida como otro intento de Pekín por limar su autonomía. Los ánimos encendidos en una parte y la terquedad en la otra por sacar adelante la ley no permiten el optimismo. Se avecinan días convulsos en una de las principales capitales financieras de Asia.

Los jóvenes utilizaron adoquines y vallas contra la policía, que respondió con manguerazos, gases lacrimógenos, gas pimienta y balas de goma. La prensa local hablaba ayer de veinte heridos y los enfrentamientos aún continuaban en los distritos de Central y Admiralty. Las hostilidades rompieron durante la mañana después de que los manifestantes cortaran las vías de acceso al Legco o Parlamento.

Ya entonces se acumulaban los indicios de una nueva ocupación callejera de largo aliento como la de un lustro atrás: la iconografía prodemocrática, las arengas desde megáfonos, la distribución de agua y comida, los paraguas contra la lluvia, las máscaras contra los gases lacrimógenos... El anuncio parlamentario a media mañana de la cancelación hasta nueva orden del debate de la ley brindó una victoria a la protesta, protagonizada en su mayoría por jóvenes. Los embates de la policía para desalojar las zonas ocupadas y de los manifestantes por reconquistarlas se sucedieron durante las horas siguientes.

La explosión ciudadana era previsible desde que Hong Kong empezara el trámite de una ley que, según sus críticos, facilitará el envío de sospechosos al continente. Ninguna promesa de Lam ha tranquilizado a una sociedad desconfiada por la creciente influencia del Partido Comunista en sus asuntos internos. Su aprobación se da por descontada -podría darse hoy en la votación parlamentaria por la mayoría de legisladores afines a Pekín y solo la presión popular puede echarla abajo.