Akihito tenía prisa. En su primera rueda de prensa como emperador pidió que se sentara al periodista que le dirigía la primera pregunta y este balbuceó aturdido que el protocolo ordenaba lo contrario. No fue la última vez que Akihito chocó contra las oxidadas estructuras palaciegas. La humanización del emperador había sido impuesta por Estados Unidos tras la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial, pero la tarea fue ardua durante el reinado de su padre Hirohito. Akihito ha empujado al Trono del Crisantemo a la modernidad y aquella conmoción nacional al escuchar a Hirohito admitiendo que no descendía de los dioses es solo un eco lejano.

Akihito ha sido todo lo normal que permitían los rigores del cargo. Como emperador emérito será liberado de honrar las visitas de dignatarios extranjeros y las reuniones gubernamentales y podrá disfrutar en su nueva residencia del Palacio Togu de Akasaka del plebeyo derecho a la jubilación que había exigido dos años atrás rompiendo dos siglos de tradición. Los museos, los conciertos y el estudio ocuparán su tiempo después de haber visitado una sesentena de países durante su reinado.

El emperador del pueblo se esforzó por acercarse a él, ya fuera con un lenguaje menos envarado o reduciendo la distancia kilométrica que imponía la tradición. No ha faltado en los desastres naturales y del tsunami del 2011 aún se le recuerda a él y a la emperatriz Michiko arrodillados y descalzos sobre cartones en un polideportivo reconfortando a las víctimas. Quizá esas imágenes integran la normalidad de otras monarquías pero el pueblo no podía mirar a los ojos al emperador japonés décadas atrás. En su afán por desacralizar la monarquía más antigua del mundo también ha ordenado su incineración en lugar del preceptivo entierro y fue el primer emperador en desposar a una plebeya. Ha defendido a los leprosos que Japón sometió al aislamiento en una isla hasta 1996 y pedido a su pueblo que acoja a los inmigrantes que necesita el país para mitigar su declinante demografía.

En el continente también añorarán a una figura comprometida con la paz desde que a los 11 años vio la capital arrasada por los bombardeos estadounidenses. En su reinado se ha esforzado por cicatrizar las heridas causadas por las campañas bélicas emprendidas en nombre de su padre. En 1992 se convirtió en el primer emperador japonés que pisaba China y pronunció un discurso sin medias tintas. En la larga historia de nuestras relaciones hubo un periodo desgraciado en el que mi país infligió un gran sufrimiento al pueblo chino y que me provoca una profunda tristeza, dijo. También mostró sus respetos a los muertos de todos los bandos en sus visitas a Peleliu y Saipan en contraste con la omisión a las víctimas enemigas en la prensa nacional.

Defensor de la paz

No es una postura fácil. Los relativistas y negacionistas no ocupan los arcenes sociales como en Alemania sino que están integrados en universidades, medios de comunicación y gobierno. La cohabitación entre Akihito y el primer ministro Shinzo Abe ha chirriado en varias ocasiones. En el aniversario de la rendición japonesa contrastó el profundo arrepentimiento expresado por el primero con la visita del segundo al polémico templo de Yasukuni donde descansan las almas de los criminales de guerra entre todos los soldados caídos.

La ley otorga al emperador un papel simbólico y ceremonial, ajeno a las cuestiones políticas, pero sus palabras y actos han sido interpretados a menudo como una sutil crítica a la pulsión militarista de Abe y su afán por jubilar la ejemplar constitución pacifista. Akihito subrayó con orgullo en diciembre que es el primer emperador japonés en la Historia moderna cuyo reinado se desarrolló en paz.

Su defensa de la paz, su proximidad con el pueblo y la afinidad con los débiles y víctimas de desastres naturales son el mejor legado de Akihito, opina Sadaaki Numata, antiguo embajador japonés y exportavoz del Ministerio de Exteriores. Sus visitas a Iwo Jima, Saipan, Peleliu u Okinawa, añade, apuntalan su postura. Independientemente de la reacción de los nacionalistas, es cierto que esas demostraciones de su papel de emperador de paz han sido calurosamente aceptadas por la mayoría del pueblo, señala Numata.