"Decía que ésa era su casa, que era el fruto de 30 años de trabajo en Holanda y que no pensaba dejarla sola para que los ladrones vinieran a saquearla", explicaba Nurdín, quien se lamentaba junto a los equipos de salvamento que buscaban a a Mohamed Butazgunt, su padre.

La noche anterior, desoyendo las súplicas de su esposa y de sus hijos, este veterano emigrante, de 55 años, había decidido quedarse a dormir en la casa, pese a que el inmueble había quedado muy dañado con el primer terremoto. Esa decisión le costó la vida y le convirtió en el último muerto de Imzuren, pues falleció en la madrugada siguiente al seísmo.

Ayer, a las seis de la mañana, una hora después del derrumbe, los equipos de búsqueda intentaban dar con él. "¿Por qué buscan por arriba? --gritaba Nurdín a los socorristas--. Tienen que buscar en el primer piso, donde dormía".

Una vez más, a falta de perros, los equipos marroquís de salvamento tenían que emplear el oído para detectar si había supervivientes. "Por el amor de Dios, callaos, necesitamos silencio", suplicaba a los vecinos uno de los socorristas, mientras uno de sus compañeros gritaba por una grieta: "Mohaaaaamed, ¿me oyes?".

Emparedado de cemento

Ninguna señal surgió del edificio que había quedado como un emparedado de cemento. Desde dentro sólo respondía un silencio que, para los Butazgunt, lo decía todo. Tras horas de búsqueda, el presagio mudo acabó cumpliéndose y Mohamed apareció muerto.

A las seis de la mañana, en Imzuren, la calle estaba llena de vecinos. Era lógico, pues en los bloques de pisos no había dormido nadie. La mayoría había decidido pasar la noche a la intemperie por miedo a nuevos temblores. Los supervivientes no querían dar una segunda oportunidad a la muerte. En los descampados aparecieron improvisados campos de refugiados.

Unos se habían introducido en tiendas de campaña levantadas de cualquier manera. Otros pasaron la noche dentro de sus vehículos, con la calefacción encendida. "Esto es muy incómodo y casi no se puede dormir, pero yo no me arriesgo a volver a mi casa", explicaba Fatima desde el asiento trasero de un viejo Renault, con los cristales empañados por el calor humano de su interior.

La familia Achabar al completo, vecinos de los Butazgunt, decidió pasar la noche en un solar. Había familias instaladas por todas partes, hasta en los jardines del aeropuerto. Y, con las escalofriantes réplicas, era poco probable que desmontaran esos campamentos. Abdelkader, un anciano, lo tenía claro: "Yo a mi casa no vuelvo. Ni hoy, ni mañana, ni pasado".