El vencedor de las elecciones presidenciales de Estados Unidos (EEUU), cuando tome posesión en enero, deberá ser consciente de algunas variables básicas en política, bien sabidas desde Maquiavelo. Pero no por sabidas son bien asumidas por muchos políticos, que tienden a pensar que en política querer es poder. En política, el que gana unas elecciones, en EEUU, en España o en Suráfrica, cuando gobierna hace lo que puede, no lo que quiere. Y la superioridad militar, económica o de cualquier otro tipo, por principio, no modifica este condicionante estructural. Como mucho la relativiza.

De todas las variables que el gobernante deberá manejar, pero no necesariamente controlar, hay dos que son imponderables. La primera son las variables del cuadro macroeconómico, la mayoría externas al ámbito tradicional de la supuesta soberanía económica de un Estado. Si uno de los cálculos subyacentes a la guerra de Irak, antes de su inicio en marzo del 2003, era la de hacerse con el control del petróleo iraquí para garantizar a la vez acceso al crudo, precios bajos, y estabilidad regional, la demostración en sentido contrario es espectacular: el barril de petróleo está en los 50 dólares, y el cuadro macroeconómico de medio mundo ha quedado seriamente fragilizado.

La segunda variable incógnita es la del sistema internacional más fragmentado, inestable, desregulado e ingobernable desde 1945, con lo cual, la política exterior, que es el instrumento con el que un gobernante se relaciona con el entorno internacional, está más lleno de incógnitas que nunca. El presidente de EEUU tiene por ello dos enormes problemas. El primero es que el mundo ha cambiado mucho en los últimos cuatro años. Y no sólo desde el fatídico 11 de septiembre del 2001. El segundo es que el presidente, para enfrentarse a un escenario tan complicado, arranca con un déficit de más de 400.000 millones de dólares, cuando Clinton dejó en herencia al final de su segundo mandato un superávit de cerca de 200.000 millones de dólares. La capacidad de gasto de la Administración saliente ha superado todas las previsiones.

Si volvemos la vista atrás y nos fijamos con detalle en la agenda de la política exterior norteamericana para los 10 meses anteriores al 11-S, veremos que entonces la Casa Blanca tenía un credo simple, y que introducía un giro sustancial en la herencia de Clinton. Los ejes de la agenda eran los siguientes: EEUU no están en el mundo para construir naciones (del inglés nation building ). Y entonces los ejemplos más citados eran que EEUU no tenía que perder el tiempo en los Balcanes o empujando el proceso de paz en Oriente Próximo; además, el presupuesto de Defensa (para el 2001) se aplicaría en lo esencial a una nueva versión de la guerra de las galaxias para crear sistemas de misiles de largo alcance para interceptar en vuelo ataques nucleares de estados gamberros (en inglés, rogue states ), aunque no se concretaba quién podía hacer una cosa tan complicada, si uno mira en serio el tipo de amenaza nuclear que constituían Corea del Norte o Irán (los más citados entonces). En otras palabras, hasta el 11-S, la Casa Blanca preconizaba un considerable giro aislacionista, aunque ahora parezca increíble. Bin Laden y sus adláteres se encargaron de cambiar el cuadro, y proveer a la Casa Blanca de una agenda en política exterior.

¿Qué mundo tendrá ante sí el presidente de EEUU a partir de enero próximo?

Se puede empezar por la parte más evidente. El cuadro político y militar en Oriente Próximo está mucho peor que a finales del 2000. En Israel y Palestina la violencia estructural, cotidiana, se ha banalizado, pero a estas alturas la cifra de 1.000 muertos israelís y casi 4.000 palestinos no parece que vaya ni a quedarse ahí. El Gobierno de Sharon, instalado en una estrategia sin precedentes en Israel de cuanto peor, mejor, sigue con éxito su estrategia de marginar la Hoja de ruta, que de hecho nació tocada de muerte, aparcar la perspectiva de un Estado palestino, y, sobre todo, ir modificando la situación sobre el terreno en beneficio de una expansión de los asentamientos en territorios ocupados. Sharon está convencido de que el tiempo juega a su favor. La Autoridad Palestina está bajo mínimos, su fragilidad institucional, la erosión de su capacidad de liderazgo, Arafat hospitalizado en París, todo lleva a perspectivas muy pesimistas, pues la agenda queda en manos de grupos como Hamás y otros que, a su modo, también apuestan fuerte por un empeoramiento de la situación, y los actos terroristas contra civiles israelís no sólo son tácticamente discutibles, antes que eso son crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad, si nos tomamos el derecho internacional humanitario en serio.

La situación en Irak, no necesita mayor demostración: en ninguna de las hipótesis hoy posibles puede mejorar la situación. Ni el Gobierno provisional gobierna, ni la seguridad interna o regional aumenta, ni puede haber elecciones en enero, ni se garantiza la exportación de petróleo. En el terreno del terrorismo internacional, las perspectivas de futuro son muy preocupantes, y la gestión de todos los problemas citados, si acaso ha retroalimentado los discursos y gesticulaciones de Bin Laden y toda una galaxia de grupos que, por un efecto de contagio, han multiplicado su capacidad de reclutamiento.

A un nivel más general, sin embargo, los últimos cuatro años han puesto a prueba un frágil sistema mundial de instituciones internacionales, que entre el 2001 y el 2004 la Casa Blanca ha despreciado con una arrogancia sin precedentes. Pero la lección será interesante para el nuevo presidente. ¿De la superioridad militar se deriva un control eficaz y unilateral de la agenda mundial? No. ¿La fuerza, por sí sola, permite elegir el unilateralismo? No. EEUU ya ha empezado a volver, tanto a Naciones Unidas, como a la OTAN, para intentar socializar los efectos devastadores de su desastrosa política.

Este nuevo presidente deberá admitir este regreso al menos a un cierto multilateralismo. El desprecio a todo tipo de tratado internacional, desde Kioto al Tribunal Penal Internacional, ha pasado factura a la Administración saliente. La reconstrucción de las relaciones con Europa, con toda ella y no sólo jugando con la nueva contra la vieja, será una prioridad, una cosa ineludible, aunque las agendas difieran, y aunque esa Europa arrastre todas las contradicciones que tiene en materia internacional. Y ello es urgente porque la brecha entre EEUU y Europa, en los últimos tres años, no ha sido la de un simple malentendido entre amigos, una bronca pasajera: se trata de una crisis cada vez más estructural, porque la Administración saliente perdió de vista una cosa muy simple desde Maquiavelo.

El príncipe, el líder, tiene que elegir entre ser respetado y ser temido, y tiene que elegir entre mandar por la fuerza o liderar desde la virtud. El presidente electo deberá resolver este dilema. Pero el telón de fondo es más preocupante, pues estos últimos cuatro años han planteado una inquietante pregunta. EEUU es un imperio (como sugería la intelectualidad al servicio de Cheney, Rumsfeld y Wolfovitz), de acuerdo, pero ¿es un imperio en ascenso o es un imperio en declive? Las demostraciones de fuerza bruta, sin una agenda política creíble, a lo largo de la historia suelen ser una pésima señal para todos, pero sobre todo, para el imperio que la usa como huida hacia delante. El presidente electo debería volver a los clásicos.