Un día después de los disturbios que sembraron el caos en París y en numerosas ciudades francesas donde se manifestaron por tercera vez los chalecos amarillos en protesta por la subida del precio de los carburantes, Emmanuel Macron presidió una reunión de urgencia en el Elíseo junto a su primer ministro, Edouard Philippe, el titular de Interior, Christophe Castaner, y el de Ecología, François de Rugy, para intentar dar una respuesta a la cólera expresada en la calle.

Al término de la reunión, el presidente francés guardó silencio y lo único que trascendió es la orden dada a Philippe para que reciba a los líderes de los principales partidos políticos y a los representantes del movimiento que lleva tres semanas manteniendo en jaque al Gobierno. Sin embargo, el diálogo con los chalecos amarillos tropieza con numerosas dificultades. La primera, la ausencia de un interlocutor.

SIN ESTRUCTURA

Al tratarse de una iniciativa surgida a través de las redes sociales, sin vinculación política o sindical, los chalecos amarillos carecen de una estructura organizativa clara. Philippe ya abrió el viernes las puertas de Matignon, sede del primer ministro, a dos de sus representantes, pero la reunión se saldó con un fracaso. Uno de ellos abandonó la sala porque no se le permitió grabar el encuentro para difundirlo en directo en las redes.

Macron le ha pedido también a Castaner adaptar el dispositivo de seguridad para garantizar el mantenimiento del orden en los próximos días y hacer frente a los alborotadores más violentos y mejor organizados. Otro de los mensajes que trasladó al Gobierno es que ninguno de los actos violentos del sábado escapen a la acción de la justicia.

A pesar de que el portavoz del Gobierno, Benjamin Grivaux, había dado a entender a primera hora de la mañana que se barajaba restablecer el estado de emergencia -decretado por última vez en 2015 tras los atentados de París- para evitar que todos los fines de semana se convirtieran en «un ritual de violencia», finalmente esta opción se descartó.

Macron y su Gobierno tardaron en dar una respuesta al malestar creciente de las clases medias de la Francia de provincias, agobiadas por una enorme presión fiscal y una pérdida paulatina de poder adquisitivo.

La intención de aplicar una tasa a la gasolina en el marco de la ley de transición ecológica ha sido la gota que ha colmado la paciencia de una parte de la sociedad que se siente menospreciada por sus dirigentes y que sitúa a Macron ante la crisis social y política más grave de su mandato cuando solo lleva en el Elíseo 18 meses.

Junto a La Marsellesa, lo que más corean los chalecos amarillos en sus manifestaciones es Macron, dimisión. El propio presidente lo escuchó el domingo cuando visitó el Arco del Triunfo de París para ver en primera persona los destrozos causados por los alborotadores que asaltaron el famoso monumento parisino que alberga la tumba al soldado desconocido.

Mientras caminaba por los Campos Elíseos, el jefe del Estado francés fue abucheado, aunque también escuchó algunos aplausos. Luego agradeció a las fuerzas del orden su labor y visitó a los comerciantes de la avenida Kléber víctimas del pillaje de algunos manifestantes.

Durante el fin de semana, la clase política recorrió los platós de radio y televisión para urgir al Gobierno a bajar la temperatura de la revuelta y dar una respuesta concreta a los manifestantes. El presidente del Senado, Gérard Larcher, propuso, como muchos diputados de La República en Marcha, una moratoria sobre la subida de los carburantes prevista en enero. Laurent Wauquiez, presidente de Los Republicanos, insiste en recurrir a un referéndum sobre la política fiscal y ecológica. La ultraderechista Marine Le Pen reclama la disolución de la Asamblea Nacional y la convocatoria de elecciones, igual que el líder de la Francia Insumisa, Jean Luc Mélenchon, para quien la única vía de salida al clima insurreccional del país es votar.