De los muros existentes, el más grave es el del miedo. Se nutre de desinformación e ignorancia. Sobre él se construyen los demás, sean físicos o no. Hace 25 años cayó el muro del odio en Sudáfrica, un país de mayoría negra gobernado por racistas blancos. Lo llamaban apartheid. Cayó y nos sentimos victoriosos, pero olvidamos sus sinónimos.

Entre el 26 y el 28 de abril de 1994, casi 20 millones de sudafricanos votaron en las primeras elecciones libres del país, abiertas a todos sus ciudadanos sin importar el color de su piel o la condición social. Ganó con el 63% de los sufragios el Congreso Nacional Africano (ANC, en sus siglas en inglés). Nelson Mandela pasó de expresidiario a presidente. Fue una revolución.

Mandela se transformó en un icono pop global adoptado por celebridades de Hollywood y estrellas del pop y el rock que cada año celebraban conciertos multitudinarios para festejar su cumpleaños. El riesgo, sin embargo, era reducirlo a un producto de márketing instantáneo sin historia ni contexto. Es el referente de la lucha por la libertad y del precio pagado por decenas de miles de asesinados sin derecho a nombre y a una memoria colectiva.

Líderes mundiales que nada o poco dijeron contra el apartheid cuando iniciaban su andadura política se afanaban en visitar la celda de Mandela en la isla de Robben, donde pasó 18 años (pasó también por las prisiones de Pollsmoor y de Víctor Verster; en total 27 años encarcelado), para sentir durante unos segundos el peso de la cárcel. En el mundo de la simulación, la imagen lo es todo.

Nos gusta tanto Mandela porque es un valor seguro en un mundo desprovisto de toda ética. Salió de la celda sin odio ni rencor, convencido de su misión: derribar los muros raciales sin asustar a la minoría blanca que era -y es- el motor de la economía. Fue el presidente de todos los sudafricanos. Parece una tarea fácil, pero en realidad es algo que solo está al alcance de los más grandes.

Nadie recordaba el pasado de Mandela, cuando era uno de los líderes del brazo armado de la ANC. Con ese historial de lucha, sin importar sus méritos posteriores, no podría haber sido presidente del Gobierno en España. Aquí la memoria es una arma arrojadiza.

Han pasado 25 años, murió Mandela sin que Sudáfrica haya encontrado estadistas de su altura para dar nuevos pasos. Democracia es algo más que votar cada cuatro años, democracia es tener instituciones que funcionan. Persiste el muro de la pobreza, que también es racial. Separa a los que comen tres veces al día de aquellos que apenas tienen qué llevarse a la boca; los que disponen de acceso a medicinas contra el sida de los que mueren en el suelo como si fueran animales.

Celebraremos el final de aquel apartheid sin reparar en sus sinónimos que crecen bajo nuestros pies en Europa, Oriente Próximo y Estados Unidos, cuyo actual presidente decidió convertir al inmigrante en una amenaza para la seguridad nacional. Nuestras extremas derechas levantan cada día muros de odio sin rubor alguno. No los llamamos apartheid, sino defensa de la identidad y de las costumbres.

Levantamos kilómetros de alambradas, concertinas y paredes de hormigón para defendernos de nuestro miedo. Crece la xenofobia en algunos países del Este, y en la Italia de Matteo Salvini y en el Reino Unido aferrado al brexit como si fuera un bote salvavidas. Nadie es inocente. Ni la UE, que lo permite, ni el Gobierno de Pedro Sánchez, que prefirió asegurarse los votos que sostener los principios.

ISRAEL

A Benjamín Netanyahu también le debe gustar Mandela. Pero sus políticas contra los palestinos no se diferencian demasiado de las que alumbró el apartheid de Pretoria, que hoy tanto denostamos. La ley de judeidad, aprobada hace unos meses por el Parlamento israelí, fomenta un Estado solo para judíos que desconoce los derechos de los que no lo son. Es un asunto grave en las fronteras actuales de Israel y lo será más cuando el Gobierno de Israel decida anexionarse el 80% de Cisjordania, un territorio ocupado que ya está repleto de carreteras solo para judíos que unen colonias israelís entre sí, creando de esta manera un mapa de la segregación.

A los israelís no les agrada en absoluto proyectar una imagen de país racista. Son hijos y nietos de perseguidos por el nazismo, una ideología que exterminó a seis millones de judíos, pero eligen un Gobierno que nada se diferencia en sus declaraciones y acciones de los de Hungría y Polonia, por citar dos ejemplos.

Acostumbrados a los adjetivos rotundos, como el de fascista, nos hemos quedado sin palabras para explicar esta ola de xenofobia y mentira masiva que nos afecta a todos, a España también. Crecen en Europa las fobias al musulmán y al judío. Son tiempos peligrosos. Y no hay Mandelas a la vista.