El jueves pasado, desde la Casa Blanca, se lanzó una contundente denuncia del intento de «intervención rusa en las elecciones legislativas» de noviembre. «Seguimos viendo una campaña generalizada de mensajes de Rusia para intentar debilitar y dividir a EEUU», se dijo. «Reconocemos la amenaza, es real, continúa, y estamos haciendo todo lo que podemos para tener unas elecciones en las que los estadounidenses puedan confiar».

Era cristalino el mensaje sobre el riesgo de injerencia con una operación «menos robusta» que la probada del 2016, pero con algunos elementos más sofisticados que entonces. No salía, no obstante, del Despacho Oval, sino de la cercana sala de prensa. Y no lo pronunciaba el presidente, Donald Trump, sino Daniel Coats, el Director Nacional de Inteligencia, que participó en una inusual comparecencia en la que estaban también el asesor de Seguridad Nacional, John Bolton; la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen; el director del FBI, Christopher Wray; y el de la Agencia de Seguridad Nacional y el Cibercomando, Paul Nakasone.

«Caza de brujas»

A solo tres meses de las elecciones legislativas, Trump sigue reticente a denunciar directamente a Putin. No lo hizo en su polémica rueda de prensa con el presidente ruso en Helsinki, y fracasaron sus ridiculizados intentos de explicar luego sus palabras. No lo ha hecho tampoco después. Y aunque el 24 de julio colgó un tuit mostrándose «muy preocupado porque Rusia peleará duro para tener un impacto en las elecciones», en aquel mensaje dejaba caer que esos esfuerzos van dirigidos a ayudar a los demócratas.

Para Trump la injerencia rusa es indivisible de la investigación que dirige el fiscal especial Robert Mueller, que estudia si su equipo colusionó durante la campaña presidencial con el Kremlin en la trama y si él mismo posteriormente ha intentado obstruir a la justicia. Por eso, cuando habla de Rusia, y es bastante frecuente en sus discursos, sus tuits y sus mítines, lo hace para presumir de su buena relación con Putin, para recordar sanciones que se han impuesto ya a Moscú y, sobre todo, para desvirtuar la investigación como una «caza de brujas».

Su silencio personal sobre la nueva campaña de injerencia contrasta con algunos pasos que su Administración sí está dando para combatirla. En el Departamento de Seguridad Nacional, por ejemplo, se ha creado un grupo especial de trabajo dedicado a seguridad electoral, que ayuda a organismos electorales estatales y locales a asegurar su infraestructura, probar sus sistemas y coordinar cómo compartir información con el Gobierno federal. Ese departamento y el FBI tienen sendos grupos dedicados a combatir la influencia extranjera, hay uno especialmente dedicado a Rusia en la Agencia de Seguridad Nacional y el Departamento de Justicia ha implementado medidas con el objetivo de alertar a los ciudadanos.

Los intentos de ataques ya han comenzado y al menos dos senadoras demócratas han reconocido que sus ordenadores fueron objetivo de piratas informáticos (al menos en uno de los casos el asalto fue frenado por Microsoft). Y aunque autoridades y expertos creen que las inversiones públicas han hecho más seguras las infraestructuras electorales y se han detectado menos esfuerzos externos para atacar registros de votantes o máquinas de votación y tabulación, las campañas individuales se consideran más vulnerables.

También se ven muy vivas lo que el director del FBI ha calificado de «guerra de información» y «operaciones malignas de influencia». Facebook no señaló directamente a Rusia cuando días atrás anunció que había cerrado 32 cuentas y páginas falsas, pero para muchos fue inevitable no recordar los patrones de la operación rusa que en el 2016 intentó explotar las divisiones raciales, sociales, culturales y religiosas.