El 6 de abril del 2006 Halit Yozgat se despertó temprano para abrir el cibercafé que regentaba su padre en Kassel, en pleno corazón de Alemania. Hijo de inmigrantes turcos, parecía otro día corriente para este joven de 21 años, pero no habría más. Dos disparos en la cabeza sellarían el último asesinato civil de Clandestinidad Nacionalsocialista (NSU), célula terrorista neonazi que con la implicación de agentes de los servicios secretos mató a 10 personas entre 1998 y 2011.

El año pasado la justicia cerró un juicio de cinco años condenando a cadena perpetua a la única superviviente conocida de esta red criminal. Alemania creía sepultar entonces un sangriento capítulo de terror plagado de interrogantes que ahora ha vuelto a la superficie con el asesinato del político conservador Walter Lübcke, tiroteado en su casa el pasado 2 de julio por haber apoyado la acogida de refugiados. Tras este nuevo crimen de sangre estaría Stephan E., un neonazi antiguamente vigilado por la inteligencia alemana que confesó los hechos, aunque ayer se retractó.

Este escabroso episodio ha servido para recordar que, a pesar de las apariencias, el terrorismo de extrema derecha nunca se fue. Aunque el Gobierno federal solo tiene registrados 83 asesinatos desde 1990, organizaciones como la Fundación Amadeu Antonio los cuantifican en entre 169 y 230. Y la situación puede empeorar. El año pasado se registraron 1.088 crímenes violentos. Los servicios de inteligencia han detectado 24.100 miembros de grupos identitarios, antisemitas y racistas, 12.700 de los cuales se consideran violentos.

Actualmente hay libertad 497 neonazis buscados por la policía. El problema crece cuando estos grupúsculos neoazis cuentan entre sus seguidores con miembros del ejercito y de la policía.