Los barrotes de la valla fronteriza están fríos a primera hora de la mañana. Marcos Jiménez los toca mientras incrusta su cabeza en el palmo de distancia entre cada uno. «Siento alegría, siento la energía, estamos más cerquita», apunta el joven de 18 años. Al otro lado, en Fénix, le esperan sus padres y hermanos. Él vivía desde hace seis años con sus abuelos en Honduras y huye de las pandillas.

«Toca aventarse todos juntos. Si nos agarran, a ver si nos regresan y volvemos con más fuerza», asegura al observar la decena de policías vestidos de camuflaje y con escopetas que patrullan el linde. Un par de jóvenes trepan la valla ante los gritos de sus compañeros que les abroncan para que bajen: «¡No provoques que nos perjudicas a todos!». El principio de esta caravana es hacer todo juntos y de forma pacífica

Los primeros 400 centroamericanos en llegar a Tijuana aguardaban al resto en la playa, el extremo más al oeste de la frontera entre México y Estados Unidos. «Necesitábamos ver suelo americano», afirma Marcos, tras más de un mes de duro camino. Entre el grupo cundía una mezcla de euforia por alcanzar la meta y de estupefacción por los ocho metros de altura de la valla y la fuerte presencia policial.

ATAQUE CON PIEDRAS

A esa desazón se sumaba el sobresalto de la anterior noche en que un grupo de vecinos mexicanos les atacó con piedras. Un altercado sin heridos pero que obligó a las autoridades locales a reubicarlos en el polideportivo Benito Juárez, acondicionado como albergue, donde hasta el viernes habían llegado unos 2.000 migrantes y se esperaba que otros 5.000 lo hicieran durante el fin de semana y hoy.

La caravana recorrió 2.000 kilómetros en apenas dos días. Un avance acelerado gracias a los autobuses facilitados por los gobiernos estatales de México, pero que ha desbordado a Tijuana. «Nos dan comida pocas veces y los niños tienen hambre. Estamos pasando frío. Y solo podemos estar aquí por seguridad, de modo que hay que aguantarnos», lamenta Rosa Ramos, que salió de Honduras junto a sus tres hijos pequeños. Algunas familias pernoctan bajo tres carpas mientras la mayoría duerme en la intemperie, en tiendas improvisadas con los colchones y mantas que pudieron traer desde México. «No contamos con recursos suficientes para atender a todos», admite Carlos Flores, representante de la Comisión estatal de Derechos Humanos; «para resolverlo se pidió al Gobierno federal un apoyo de 80 millones de pesos (unos 35 millones de euros)».

«Todos ansiábamos llegar aquí y lo logramos, pero ahora toca tener paciencia. Esto va para largo», emplaza por megáfono Gina Garibo, representante de Pueblos Sin Fronteras, la oenegé promotora de la caravana.

La ciudad ya estaba saturada de antes. «Hay más de 2.500 inmigrantes esperando para su asilo, a los nuevos les toca ponerse a la fila», advertía Francisco Rueda, secretario de gobierno de Baja California. Algunos jóvenes forman corrillos para planear el lugar y momento idóneos para cruzar la valla, sabiendo que con ese ingreso ilegal se les negará el asilo y serán deportados. «Ya no hay vuelta atrás, nos toca intentarlo como sea».