"¡Abú Amar! ¡Abú Amar!". Pasaban 17 minutos de las dos de la tarde, los dos helicópteros acababan de aterrizar en la Mukata de Ramala, sus hélices apenas habían acabado de girar, en los oídos aún zumbaban los motores, cuando la multitud rodeó el aparato para tocar, abrazar, apoderarse del cadáver de Abú Amar, del cuerpo sin vida de Yasir Arafat. Algunos decían que era el polvo lo que anudaba las gargantas y humedecía los ojos, lo que impedía respirar. Otros, la mayoría, admitían que no era culpa del polvo, sino del dolor que ayer expresó a los cuatro vientos el pueblo palestino.

Ese pueblo --mujeres, hombres, ancianos, adolescentes, incluso bebés-- que ayer asaltó la Mukata y robó a sus nuevos dirigentes el protagonismo en el entierro del creador de la causa palestina. "Calma, calma", pedían algunos políticos palestinos encaramados en el muro de cemento que rodea la Mukata cuatro horas antes de la llegada de los helicópteros con el cuerpo del ´rais´. "¡Yasir!, ¡Yasir!, ¡Yasir!", les contestaba la multitud que desde primera hora de la mañana se agolpó alrededor del complejo que ya es, por derecho propio, por pasado, por presente, por futuro, el gran símbolo palestino de la segunda Intifada.

En esa batalla imposible entre el orden y el caos, entre el protocolo y la emoción, entre las corbatas y las kufiyas , entre los Abbas, los Qurei, los Dahlán y Abú Amar, ganó el sentimiento. Los primeros intentos de escalar el muro fueron abortados con desgana por unos policías que se anudaban pañuelos palestinos en los brazos y la frente, que estaban más cerca de los que se agolpaban bajo el muro que de los que esperaban tras él. Pero a medida que la mañana avanzaba --"Ya ha empezado el funeral de El Cairo"; "Ya han salido los helicópteros hacia Ramala"-- el muro insalvable tras el que Israel encerró a Arafat hace tres años se convirtió en un castillo de arena.

Y la gente escaló, se lastimó, se arañó con los alambres de espino, rompió la alambrada, trepó en las montañas de restos de coches, se instaló en las ruinas de edificios destruidos por las bombas, se apropió de la alfombra roja que debía pisar la guardia de honor, rodeó los cuatro árboles bajo los que se erigió el altar funerario... y esperó. Y aulló "Alá akbar" (Dios es el más grande). Y cantó "Con nuestra alma y nuestra sangre te redimiremos, Abú Amar". Y esperó. Y cuando aterrizaron los helicópteros, enloqueció.

Espera de 25 minutos

Tardó 25 minutos el féretro en salir del helicóptero. Todo el dispositivo preparado desde hacía tiempo había saltado por los aires. A 10 metros del helicóptero, apenas se veía sacar la cabeza a Mahmud Abbas por una puerta y pedir calma a la multitud. Los policías dispararon al aire varias ráfagas. El vehículo preparado para transportar el féretro no podía llegar. La policía hizo un amago de hacer despegar el helicóptero con el rais en su interior y la masa abrió un pequeño resquicio para que Arafat, dos semanas después de emprender, también en helicóptero, su último viaje, pisara de nuevo la Mukata. Para que así regresara, en un ataúd, a Palestina.

Honores a un padre

En volandas, escoltado por su gente, acompañado por una salva de disparos incontrolados y peligrosos de los policías y de los activistas de Al Fatah, Arafat cubrió sus últimos metros en mitad de un fervor popular que hacía mucho tiempo que no se veía. Nada que ver con la triste cohorte de periodistas que lo despidió cuando se fue a París, decenas de reporteros que fueron incapaces de encontrar a un palestino que dijera adiós a su rais . Pero ayer, los habitantes de Ramala y los que vinieron de Jerusalén rindieron, en nombre de los palestinos --los de Cisjordania, los de Gaza, los de la diáspora, los de Israel--, todos los honores a un hombre que, pese a todos sus defectos, es el padre de todos ellos.

Una kufiya descansaba encima de la tumba horas después de que la multitud hubiera abandonado la Mukata para celebrar el iftar (ruptura del ayuno) del último día del Ramadán. Ya se habían apagado los ecos de las azoras del Corán que los imanes leyeron en honor del fallecido. Ya no se oían disparos. Cuando cayó la noche, Ramala regresó a la Mukata, esta vez en silencio. Y allí mismo, bajo las estrellas y los focos de las televisiones que poco a poco se iban apagando, lloraron y rezaron por el alma de Abú Amar.