Durante cuatro años el mundo siempre supo cómo se sentía el hombre más poderoso del mundo. Con un indudable talento para ser el centro de la atención, Donald Trump telegrafió permanentemente sus estados de ánimo irrumpiendo sin previo aviso en sus programas de televisión favoritos, tuiteando a todas horas, atendiendo a la prensa antes de subirse al helicóptero o ventilando sus obsesiones a una camarilla de amigos que no tardarían en filtrarlas a los medios. Pero eso fue antes del grand finale de su explosivo reality show, ese asalto al Capitolio de sus seguidores que le ha dejado sin voz en las redes sociales, abandonado por un sector creciente de su partido, repudiado por sus socios empresariales y a punto de ser juzgado por segunda vez en el Congreso.

Hace días que los camiones de la mudanza pululan por la Casa Blanca, convertida en un páramo desolado a tres días del relevo presidencial. Nueve de cada diez asesores ya han puesto tierra de por medio, según Axios. El asesor económico Larry Kudlow se despidió entre los aplausos de su equipo, mientras el secretario de Comercio, Peter Navarro, se marchaba llevando consigo un retrato en el que Trump lanza una mirada intimidatoria al presidente chino. Está siendo muy traumático, le ha dicho al The Wall Street Journal uno de los asesores de la Casa Blanca. La gente está rezando para que llegue la investidura y Trump desaparezca de una vez del mapa.

Absorto frente al televisor

Se dice que el presidente está enfadado y resentido, taciturno y arrepentido por el cariz que adoptaron los acontecimientos horas después de que incitara a sus seguidores a marchar hasta el Capitolio aquel fatídico 6 de enero. Aunque Trump prometió acompañarles, siguió el ataque contra el Congreso pegado a la televisión, completamente absorto en las imágenes y paralizado durante horas, mientras los líderes de su partido llamaban a Ivanka Trump o Jared Kushner para suplicarles que intercedieran ante el presidente para parar aquella locura. Tardó nada menos que seis horas en pedir a los suyos que se fueran a casa en paz.

Le costó un rato comprender la gravedad de la situación, ha dicho el senador Lindsey Graham. El presidente veía a aquella gente como aliados en su camino, que compartían la idea del robo de las elecciones. Desde entonces todo se ha venido abajo como un castillo de naipes. Sus asesores le recomendaron que pasara los últimos días de su presidencia viajando por el país para realzar los logros de su mandato, pero con la excepción de un viaje a Texas para hablar del muro, Trump ha permanecido encerrado en su castillo como una princesa despechada. Crecientemente preocupado por las advertencias de sus abogados respecto al futuro de su emporio empresarial y las amenazan legales que se ciernen sobre su pospresidencia.

Hambre de revancha

Pero también con ganas de revancha. Después de que una decena de republicanos respaldaran este segundo impeachment para juzgarle políticamente por incitación a la insurrección, tomó nota de sus nombres, quiso saber si alguna vez les hizo un favor y preguntó a sus asesores si habían pensado ya qué candidatos podrían disputarles el escaño en las próximas elecciones, según CNN. También zanjó a viva voz las insinuaciones de sus allegados para que dimitiera, como hizo Nixon en su día.

Desde su entorno se dice que Trump no se marchará de la Casa Blanca hasta el miércoles por la mañana, horas antes de que Joe Biden tome posesión de la presidencia en una ceremonia sin apenas público en las escaleras del Congreso, completamente blindado ante la amenaza de que el trumpismo repita los altercados de hace casi dos semanas. El republicano ya ha dicho que no asistirá a la investidura y ni siquiera se ha comprometido a redactar una carta de despedida para su sucesor, como es protocolario.

Indultos a la vista

Todo el debate parece centrarse ahora en las medidas de gracia que prepara a modo de despedida: un centenar de indultos y conmutaciones de penas, según varias fuentes. Trump está explorando la posibilidad de blindarse legalmente a sí mismo y a su familia, pero la decisión definitiva es todavía un misterio. En estos años no le ha temblado la mano para perdonar a su círculo más cercano que, como en las mejores familias mafiosas, ha acabado en la cárcel. Desde Paul Manafort a Michael Flynn, Roger Stone o Charles Kushner, el padre de su yerno. No se descarta ahora que haga lo propio con Steve Bannon, el gran ideólogo del trumpismo, que se enfrenta a una pena tres años de cárcel por defraudar a los donantes que financiaron una iniciativa privada para construir el muro en la frontera de México.

Tras abandonar Washington, Trump se instalará en su residencia de Mar-A-Lago en Florida para rumiar sus próximos pasos. Millones de estadounidenses le siguen apoyando ciegamente, pero sin un altavoz para dirigirse al mundo ni el púlpito a su disposición de la Casa Blanca, es muy probable que se radicalice todavía más para llamar la atención y mantener un mínimo de protagonismo.