Hace exactamente un año el mundo se levantó con la sensación de que nada volvería a ser igual. Donald Trump acababa de conquistar la presidencia de Estados Unidos, un tsunami político que puso en evidencia a los encuestadores, la prensa y los líderes de opinión, incapaces de pronosticar la victoria del magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad. Podría argumentarse que no fueron los únicos.

El equipo de asesores del candidato, parapetado en su rascacielos neoyorquino, no empezó a escribir su discurso de aceptación hasta bien entrada la noche de aquel 8 de noviembre del 2016.

Trump revisó el borrador de Stephen Miller, pulió algunas de las frases más beligerantes y acabó pronunciando uno de sus discursos más presidencialistas. «Es hora de que América cierre las heridas de la división», dijo poco antes de las 3 de la mañana.

Aquel arrebato de unidad y sensatez, tras una campaña marcada por toda clase de bajezas, hizo presagiar momentáneamente un vuelco en las formas de aquel candidato que había dinamitado todas las reglas del circo político presentándose como un patriota populista dispuesto a drenar el pantano en Washington.

Pero muy pronto se demostró que el mismo cálculo que le llevó a la victoria iba a convertirse en el pilar de su estrategia para gobernar. Trump nunca ha aspirado a seducir ensanchando su base electoral o buscando la complicidad de la prensa. Todo lo contrario. Los ha convertido en su enemigo. Florece entre el caos y la confusión. Es un púgil nato.

Solo aspira a sobrevivir en el más crudo darwinismo social.

«Trump ha decidido gobernar para sus bases, los sectores conservadores en general y los trabajadores blancos y de la clase media en particular», dice el politólogo de la Universidad de Georgetown Michael Kazin. «Ha tratado de cumplir con sus promesas electorales, pero no ha intentado unir al país».

Trump apenas ha perdido votantes por el camino, según las encuestas, pero la percepción de una amplia mayoría es que el país vive una fractura social semejante a la que se dio durante la guerra de Vietnam, un periodo marcado también por la lucha por los derechos civiles y los asesinatos políticos.

La masiva contestación cívica con la que se abrió su mandato ha pasado a ser residual y reservada a momentos puntuales, pero los sondeos describen a una población ansiosa y pesimista.

«Estamos viendo un estrés significativo que trasciende líneas partidistas», dijo recientemente el presidente de la Asociación Americana de Psicología, Arthur Evans. «La incertidumbre y la imprevisibilidad sobre el futuro de nuestra nación están afectando a la salud y el bienestar de muchos americanos».

Como presidente se ha topado con unas instituciones sólidas y combativas, poco proclives a encarcelar a periodistas porque lo pida el comandante en jefe, a despedir a jugadores de fútbol americano porque se arrodillan ante el himno o a criminalizar en forma de vetos migratorios a poblaciones enteras por el mero hecho de la religión que profesan. Pero está logrando insensibilizar al país con sus continuos arrebatos de distracción en las redes sociales, su tendencia a falsear la realidad o a saltarse todas las normas del decoro político. Dentro incluso de su propio partido, que bascula hacia el populismo nacionalista de Steven Bannon, hay quien lo considera una amenaza para la democracia.

Las luchas intestinas en el seno de su Administración y las sospechas sobre la trama rusa han dominado el relato de su presidencia, pero bajo la superficie y el eslogan del «América, primero», los cambios están tomando forma. Su Administración está desmontando a marchas forzadas el armazón legal para hacer frente al cambio climático. Ha recortado el músculo diplomático del Departamento de Estado dejando numerosos cargos sin cubrir. Y ha modificado los valores que regían la forma de acercarse al mundo. Los derechos humanos han desaparecido del discurso mientras se aplaude a los dictadores.

La política exterior se ha mercantilizado, como si lo único que importara es la balanza comercial. Y el proteccionismo gana terreno porque si es lícito poner a América primero, también lo es «Corea, primero» o «Japón, primero».