Tras gobernar casi exclusivamente para sus bases más incondicionales durante el primer año de su mandato, Donald Trump tiene ahora la oportunidad de cerrar parte de la fractura social que su presidencia ha generado. La economía va viento en popa y su agenda legislativa guarda varias propuestas con suficiente recorrido para atraer el respaldo demócrata si se negocian con flexibilidad e inteligencia. Solo falta ver si el líder estadounidense, siempre dispuesto a sabotearse a sí mismo, está por la labor. Trump afronta esta madrugada su primer discurso del estado de la Unión, un escaparate donde pretende apelar a sus rivales políticos para que apoyen su reforma de la inmigración y sus planes para remozar las infraestructuras.

Todo apunta a que Trump pretende plegarse a la solemnidad que acompaña a este viejo ritual de la política estadounidense para leer del teleprompeter y aparcar momentáneamente su actitud más impetuosa y combativa. Sus asesores llevan días telegrafiando un discurso que ensalzará el patriotismo y los valores estadounidenses, al tiempo que promueve los logros de este primer año, desde la reforma fiscal a la creación de empleo, la euforia en las bolsas o los avances para derrotar al Estado Islámico. “El presidente hablará de cómo América ha vuelto”, dijo recientemente el asesor legislativo de la Casa Blanca, Marc Short. Su entorno es consciente de que necesita el apoyo demócrata para evitar que sus planes más ambiciosos queden varados en el Congreso, por lo que se espera un discurso con guiños al bipartidismo y más optimista de lo que es habitual.

Ya fue así hace casi un año, durante su primera comparecencia ante las dos cámaras del Congreso, el mismo formato que repetirá esta madrugada, nuevamente con las principales cadenas de televisión conectadas en directo. Aquella alocución no pasó por alto sus viejas obsesiones. Habló de fronteras porosas e impugnó una política comercial que supuestamente exporta empleos y riqueza al extranjero. Pero lo hizo con un tono lo suficientemente moderado y conciliador para que la prensa le aplaudiera. “Estoy aquí para enviar un mensaje de unidad y fuerza”, dijo a finales de febrero. Para desesperación de sus seguidores más puristas, muchos proclamaron el advenimiento de un nuevo Trump, más responsable y presidencialista, pero el espejismo duró tanto como un suspiro. Solo unos días después acusó sin ninguna prueba a su predecesor en la Casa Blanca de pincharle los teléfonos de su oficina durante la campaña. “Esto es macartismo”, clamó enfurecido ante la perplejidad del resto del país. Desde la guerra de Vietnam, Estados Unidos no había estado tan dividido.

1.5 billones para modernizar las infraestructuras

Ya nadie espera que Trump vaya a cambiar, pero su presidencia no se ha hundido como sus detractores presagiaron, por más que la investigación de la trama rusa le pise los talones. La desregulación y la bajada de impuestos han reactivado la economía. Y por delante tiene un año potencialmente muy productivo. En el discurso hablará de sus planes para invertir 1.5 billones de dólares para modernizar las decadentes infraestructuras del país o de su intención de renegociar varios acuerdos comerciales, como el Nafta, que lleva meses discutiéndose con México y Canadá. Ambas propuestas forman parte de la agenda demócrata. Lo mismo que sucede con la reforma inmigratoria, aunque en este último punto, las diferencias entre ambos partidos son abismales.

Su problema es que 2018 es un año electoral, y las aguas con sus rivales bajan contaminadas tras meses de insultos, salidas de tono y cambios abruptos de parecer. De hecho, una docena de demócratas han anunciado que boicotearán el discurso en protesta por algunas de sus manifestaciones, como aquellas en las que llamó “agujeros de mierda” a Haití, El Salvador y varios países africanos.